El final de las reseñas
«Lo que se llama «periodismo cultural» está cada día más cerca de la publicidad, de la promoción, algo que además se hace a menudo inconscientemente»
1. El fin de las reseñas
No creo revelar ningún secreto si cuento que, de un tiempo a esta parte, en los medios de comunicación e incluso en los suplementos culturales hay un intermitente debate, puertas adentro, sobre la vigencia de la reseña literaria, tradicionalmente entendida. Al parecer, muy poca gente las lee, y lo que más bien reclaman los lectores (y, por tanto, los responsables de la publicación) es ese atajo tan antipático, por cómodo, de los «artículos panorámicos», de las «visiones transversales», de las «miradas diversas al tema de actualidad». Que no sé quién saca no sé qué canción, pues libros sobre el despecho, o revenge books tipo el del príncipe (al que ya me estoy imaginando firmando en el Retiro, lo cual, eso sí, me parece estupendo por legítimo: la Feria del Libro es ante todo un negocio, como es natural, y nadie disimula al respecto); que hay un mundial de fútbol en Qatar, pues la enésima (y siempre igual) lista de libros sobre fútbol, o un top ten de libros sobre Qatar improvisados de donde sea. Como nadie va a leer ningún libro en ningún caso, es más resultón que la peña lea dos mil palabras sobre libros sobre Brasil o sobre libros sobre terrorismo que setecientas sobre un libro concreto, por realmente importante que sea éste o por lúcida que sea la lectura.
A nadie se le ocultará que es obviamente más fácil escribir los largos que los cortos, pues, una vez más, el periodista que escribe ese conglomerado no ha de leer ni una sola página, apenas merodearlas por encima, pero al crítico que quiera dar cuenta cabal de uno, y además viva y trabaje guiado por una honradez elemental, hará bien en leerlo desde el título al colofón, sobre todo porque, si se tiene cierto entrenamiento lector, se nota muchísimo cuando no es así. Cada vez es más delgada la línea entre el periodismo y la crítica (yo mismo he tenido que escribir reportajes temáticos de esos o hacer entrevistas, aunque intento que sean “entrevistas de crítico”), lo cual hace que esta última sea aún más necesaria, pues cada vez son más escasos y están más sepultados los espacios donde se pueda reflexionar con verdadera libertad sobre lo que pasa entre las páginas de los libros (y de ahí, dando un salto no muy grato, lo que pasa en las editoriales, en los jurados, en las instituciones). Cualquier persona que sepa leer ve que lo que se llama «periodismo cultural» está cada día más cerca de la publicidad, de la promoción, algo que además se hace a menudo inconscientemente, sin corrupciones directas, sin maletines o sin sobres de apoyo, simplemente por inercia, por inexperiencia, por ingenuidad, por conveniencia, por adulación, por incapacidad para distinguir o, en el mejor de los casos, por no liarla demasiado si no es necesario.
También es cada vez más frecuente que, si Álvaro Pombo saca una nueva novela (excelente, por cierto, su Santander, 1936), no te acepten de muy buen grado una reseña como tal sino «tal vez, mejor, una semblanza del autor», o, de nuevo, «una mirada su obra», «un perfil suyo», «una valoración general», es decir, una polla como un zepelín. La historia de la literatura es la historia de los textos literarios, no la de los autores.
Como en la propia creación literaria, en la crítica hay intrusos (gloria eterna para aquella inolvidable reseña en la que una exlibrera afirmaba que «Tierra de mujeres es un libro hecho de tierra y de mujeres»…), lo cual no contribuye precisamente a la resolución del problema sino más bien a su «enfangamiento», y por supuesto a la banalización o la devaluación del trabajo de la gente que sí ha leído más de cien libros en su vida, que sí sabe escuchar los diálogos subterráneos y secretos que se traen entre sí algunos libros, aunque puedan estar separados por siglos, o que sí saben de dónde venimos, y más o menos quiénes somos, e incluso pueden intuir hacia dónde vamos. Todos hemos tenido un mal día y habremos enviado una reseña torpe, balbuciente o apresurada (mi propia hemeroteca me abochornaría), pero se trata, más que de credenciales o de doctorados, de un estilo general, de una pequeña «autoridad» ganada con el tiempo y el trabajo serio, de demostrar ciertas competencias mínimas antes de ponerse a opinar.
Otro síntoma claro es lo que pasa entre los libreros. Yo he coordinado durante seis años la página de crítica que tienen (un trabajo precioso por el que estaré siempre sinceramente agradecido a CEGAL, y donde he encontrado –en Pamplona, en Huesca, en Toledo, en León, en Miranda de Ebro, en Santa Cruz de Tenerife, en Cartagena, en Madrid, en Valencia, en La Losa…– a algunos de los mejores amigos que voy a tener) y he visto claramente, día a día, la paulatina degradación en la forma de presentar o explicar las cosas. Cuando empecé había un número suficiente de libreros y, sobre todo, de libreras, capaz de escribir dos páginas hábiles sobre alguna novedad editorial que les hubiera gustado especialmente, encontraban tiempo para tratar de contagiar el entusiasmo y lo hacían bien, no sólo con alegría y buena disposición sino de forma gramatical. Otros, haciendo para la página algo más parecido a lo que de hecho hacen con sus clientes todos los días, preferían la oralidad, es decir, hablar a la cámara durante dos minutos sobre algún libro, algo que, de nuevo, hacían con previsible diligencia, con ideas convincentes, sonriendo en buen español. Pero lo fundamental es que creían en ello: había decenas de agremiados que colaboraban, que veían la conveniencia o los beneficios de elegir un libro, «aislarlo» del copioso y confuso resto, distinguirlo… y escribir o hablar sobre él, explicando por qué ése y no los demás, detallando sus virtudes o sus bondades.
«La historia de la literatura es la historia de los textos literarios, no la de los autores»
Los meses de confinamiento, curiosamente, supusieron un tiempo de verdadera fe, por parte de las librerías, en ese tipo de recomendación, la de esforzarse por un libro completo y no hacer una foto general y tumultuosa (e idéntica a la de las otras librerías) a la mesa de las últimas novedades, sobre todo cuando esas novedades empezaron a dejar de llegar… El caso es que lo que se ha visto últimamente es que, por descontado, sigue habiendo libreros que saben escribir y de vez en cuando tienen además un rato para ello, que entienden que los libros no se leen «panorámicamente» sino uno a uno, y que por tanto, supongo, se venden así, individualmente, no «por temas»…, pero lo más habitual y lo más, digamos, espectacular, es que muchos libreros han decidido que, en vez de escribir o explayarse sobre un título, lo más pertinente para sus redes sociales es… bailar con él. ¿Para qué nos vamos a despistar con el María Moliner cuando se tiene TikTok para ayudarnos?, parecen haber pensado, y ya no recurren a sus canales de YouTube para hablar serenamente, como antes, sobre un libro recién llegado que quieren defender y difundir, sino para disfrazarse de cualquier cosa, desde Harry Potter a una rana, y menearse un rato con el libro en la mano, o lanzarlos por el aire y recogerlos como si fueran pelotas de malabarista.
Dicen que así «se llega a más gente», lo cual es dramático, sobre todo porque puede que sea hasta verdad. Y es llamativo: uno, en su tozuda «viejunez», hubiera jurado que para que te atraiga un libro (y dejando a un lado la obviedad de que para empezar uno debería fiarse de sí mismo, de su instinto, de su intuición, de sus apetitos, de lo que le llama la atención entre lo que ve o lee en los paratextos…, sin hacer caso de otras opiniones, por más autorizadas o prestigiosas que sean) lo mejor es que alguien con conocimientos literarios y sensibilidad general te lo señale, te lo visibilice, te lo coloque en los manos… y no que se lo lancen en un vídeo de extremo a extremo del local, lo cual es, por un lado, peligroso, ya que a veces se trata de libros gordos o duros, de esos con los que no te dejan entrar a los campos de fútbol por ser considerados «objetos contundentes», y por otro es bastante feo, por anti-pedagógico: a los niños hay que explicarles que con los libros hay que jugar, sí, pero no de esa forma.
2. La necesidad de la crítica
Esta tarde, a las 18.30, se le entrega un premio de Humanidades en la Biblioteca Nacional a mi querida y admirada Irene Vallejo, y media hora después, a doscientos metros de allí, se homenajea en el Instituto Cervantes a mi venerado José-Carlos Mainer, la persona que más me ha enseñado sobre literatura. Los del premio (que se concede «al líder humanista», un bonito oxímoron) han considerado que estaba bien presentar a Vallejo como «autora del Best Seller El infinito en un junco», y lo primero que vamos a hacer con Mainer va a ser hacerle meter algunas cosas suyas en la Caja de las Letras, otra forma no demasiado adulta de entender la cultura pero, una vez más, otra de esas ocurrencias «simpáticas» con las que, al parecer, consiguieron llamar la atención de los medios y, con ellos, de la gente.
Estoy muy contento por los dos, porque ambos honores son merecidísimos, porque con ello se premia a dos personas de cuya calidad real y de cuyo esfuerzo constante puedo dar testimonio directo, y porque, a la hora de la verdad, lo que más trasciende de mi ciudad es efectivamente lo más valioso, meritorio y brillante de ella. La conclusión debería ser, por tanto, rotundamente positiva, y por otra parte odio ser un aguafiestas porque yo mismo detesto a los criticones (sobre todo si son inútiles criticones de Twitter, gentes indolentes, amargadas y carentes de cualquier criterio que se suben a una atalaya y nos contemplan y juzgan desde allí), o a esos que nunca están contentos, o a los que «siempre sacan punta a todo», o a los gruñones, o a los… Sé además que tanto Mainer como Vallejo van a ser escuchados con respeto en dos de las instituciones culturales más importantes y necesarias de España, y que van a ser «respondidos» o «comentados» por otras personas u otros amigos muy ilustres y sobresalientes, y que con ello la cultura, indiscutiblemente, va a salir ensalzada y fortalecida… Es decir, que se está haciendo por fin lo que hay que hacer, cuando tantas veces nos quejamos de que no se hace, o de que se premia a personas de méritos discutibles, o de que hay olvidos dolorosos… Pero algún detalle en el modo de hacerlo, algunas concesiones (necesarias, supongo…) a lo popular o las modas, hacen que, en mi opinión, quede patente la necesidad de la crítica, y que ésta, por antipática o inoportuna que pueda ser, ha de ser llevada siempre a las últimas consecuencias, ejercida siempre con valentía, sinceridad, libertad e independencia. Y, por supuesto, ha de estar siempre justificada y razonada, y ser respetuosa o incluso amable (y, de paso, ha de empezar por vigilarnos y exigirnos a nosotros mismos).
P.D.: El otro día, en el funeral en Zaragoza por Francisco J. Uriz, uno de los hombres a los que, una vez más, más y mejores cosas hemos visto hacer por la cultura real (en su caso por la difusión en España de la mejor literatura nórdica, a la que dedicó décadas y décadas de su fecunda y larga vida), estaban, entre no demasiada gente vinculada a lo cultural (y con absoluta ausencia de representación institucional), Vallejo y Mainer, dos personas que no andan precisamente sobradas de tiempo ni carecen de asuntos que resolver en una mañana luminosa de un jueves lectivo de enero. Pero, una vez más, al verlos allí, sentí que quedaba claro que la calidad en el trabajo se sostiene sobre la calidad personal, que la sabiduría literaria es imposible sin ser sabio en aquello a cuyo servicio está la verdadera literatura, y que identificar a Uriz con alguien a quien hay que despedir, por muchos apremios que te reclamen, es sólo otro detalle que demuestra que, para hacer cosas valiosas aquí fuera, hay que empezar por saber discernir allá dentro.