THE OBJECTIVE
Antonio Caño

Radicales y malos

«Uno de los mayores problemas de nuestra democracia es que la clase política es más radical que los votantes. Son los dirigentes, no los ciudadanos, quienes nos conducen por su incompetencia a la polarización»

Opinión
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Radicales y malos

Rita Maestre. | Jesús Hellín (Europa Press)

Llamó la atención hace pocos días la reacción entusiasta de una ministra socialista a un programa supuestamente humorístico de la televisión pública catalana en el que se dañaba hasta niveles ridículos la imagen de Madrid. Más sorprendente aún resulta el entusiasmo si tenemos en cuenta que esta ministra es candidata precisamente a la alcaldía de Madrid y que su rival a la izquierda criticó sin complejos el contenido del mencionado espacio.

Como es dudoso que la ministra del PSOE compartiera el contenido del sketch y mucho más que encontrase divertida semejante zafiedad, cabe pensar que su apoyo a tal producto expresaba su deseo de expresarse radicalmente en contra de la gestión del Partido Popular en Madrid. Radicalismo que, afortunadamente, no creyó necesario exhibir su contrincante de Más Madrid, Rita Maestre, tal vez más segura de sus credenciales izquierdistas.

«Hace tiempo que este esfuerzo por mostrarse radicales define a nuestra clase política»

Hace tiempo que este esfuerzo por mostrarse radicales define a nuestra clase política. Cualquier titubeo se interpreta como una debilidad y cualquier concesión al contrario es una traición. La semana pasada, otra ministra invitada por Carlos Alsina a encontrar algún terreno de acuerdo con el programa de regeneración política presentado un día antes por Alberto Núñez Feijóo fue incapaz de encontrar la más mínima coincidencia, y eso que el programa tiene 60 puntos. El propio Feijóo tiene que soportar cada día las embestidas de quienes en sus propias filas lo consideran un blandengue y de quienes en el bando contrario lo retan a encontrarse con ellos en el fango del radicalismo, donde quién sabe si no acabará cayendo.

Desde hace al menos una década, España sufre el problema de una clase política más radical que sus votantes. Esto es una grave anomalía de nuestra democracia, en la que siempre ocurrió exactamente lo contrario: una dirigencia política esforzada en conducir hacia la moderación a unos seguidores que exigían más. La historia de nuestra democracia, tanto en la derecha como en la izquierda, es la historia de una frustración, es la historia de una clase política que tuvo que convencer a los suyos de que sus aspiraciones máximas nunca serían posibles.

Hace una década emprendimos el camino contrario. Desde que se puso en circulación ese eslogan estúpido de «alcanzar los cielos», la clase política se empeñó en convencer a una sociedad en calma de que no tenía suficiente, que podía aspirar a más, que podía aspirar a todo, entendiendo ese todo en política como todo el poder, para siempre, eliminando de una vez por todas al contrario.

Ante el éxito inicial de esa estrategia maximalista llegada desde fuera del sistema de partidos, toda una clase política bastante incompetente e inescrupulosa se sumó sin reservas. El Partido Socialista sufrió el cataclismo conocido y la consiguiente transformación hacia el radicalismo, calcando gestos y alianzas de su admirado Podemos. Y, en la derecha, como Rajoy es como es, explotó el movimiento extremista Vox, que a punto ha estado de devorar al Partido Popular.

Desde entonces, la política española es una ridícula competencia de radicalismo ante los ojos atónitos de una población que no tiene la impresión de vivir en un sitio tan horrible como el que describen sus dirigentes ni, por lo general, se anima a ejercer contra su vecino de distinto signo ideológico el odio que les proponen sus gobernantes. Como esa clase política está asentada fundamentalmente en Madrid, choca que cada vez que salgamos de la capital encontremos un país más sereno y conciliado que el que vemos en el telediario.

«Nuestra clase política no ha girado hacia el radicalismo sólo por oportunismo, sino también por ineptitud»

No cabe esperar pronto una cura de este mal. Desde luego no en este año electoral, donde el guion radical ya está escrito. Pero tampoco parece posible después, gane quien gane. Nuestra clase política no ha girado hacia el radicalismo sólo por oportunismo, sino también por ineptitud. Simplemente es más fácil hablar en negativo que en positivo, es más fácil asustar a los votantes con las calamidades que el enemigo nos trae, que despertar su interés en un proyecto de nación riguroso y viable. La moderación es un lujo al alcance sólo de los lúcidos y los generosos. Desafortunadamente, el grueso de nuestra clase dirigente no encaja hoy en ninguna de esas categorías. 

Queda la esperanza de que pequeños detalles, como ese de Rita Maestre, y otros que se atisban en un horizonte aún lejano sean el indicio de que esta epidemia de radicalismo ha empezado a remitir.

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