THE OBJECTIVE
Carlos Mayoral

Mefistofélico Neruda

«Habrá que diferenciar entre el Neruda humano capaz de cometer atrocidades y el poeta que escapa de la realidad para dejar una de las mejores obras líricas»

Opinión
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Mefistofélico Neruda

Pablo Neruda. | Wikimedia Commons

Este verano se cumplen seis años ya desde que en este maravilloso diario me permiten publicar lo que a duras penas consigo extraer de mis opiniones, y es muy probable que si buceo en esa suerte de rastro que va quedando de mí encuentre al menos una docena de textos donde reivindico, de manera airada en ocasiones, la necesidad de separar vida y obra cuando de acercarse al arte se trata. Y lo seguiré haciendo, porque el arte se coloca en otra dimensión, muy alejada del hombre, del ser humano que lo produce, y por ende no puede ser valorado en el mismo plano. Es por eso por lo que cuando uno contempla, qué sé yo, la Sixtina en el Vaticano, y siente que las piernas le tiemblan, y comprueba que un sudor frío le recorre la espalda, y el stendhalazo amenaza con hacerse corpóreo, entonces poco importa si el humano capaz de alcanzar esa cota era malo o bueno, Mefistófeles o el buen samaritano. Esa percepción de una realidad que no es esta, en esa coordenada misteriosa, se aleja mucho del simple artista que vive y respira y fuma y besa. Son, insisto, dos planos distintos.

Si volviese a escarbar en ese mismo rastro de opiniones diversas, también encontraría probablemente algún texto donde se puede percibir que Pablo Neruda, el hombre de piel y hueso, el humano cuantificable, no es santo de mi devoción. Coqueteó con el terrorismo en su época más anarca, justificó la violencia cuando abrazó el comunismo, abandonó a su hija enferma de hidrocefalia aquí en Madrid, fue acusado de plagio por Huidobro con pruebas muy consistentes, e incluso en los últimos tiempos se habla de una supuesta violación que él mismo relata en algunas memorias por ahí publicadas. Por tanto, definitivamente no. No es Pablo Neruda un hombre al que moralmente apetezca admirar en este siglo XXI repleto, dicho sea de paso, de moralina siniestra. Fue un tipo de un talento fuera de toda duda, rodeado además de las mejores generaciones de poetas que dieron España y Chile, y auspiciado también por el famoso boom latinoamericano, del que de alguna manera fue avanzadilla y referente. Pero en paralelo tiene esa cara oscura, de ideología inflamada y altivez insoportable.

Este año se celebran los cincuenta años de la muerte del poeta. Precisamente si agito los dos párrafos anteriores, mi cruzada contra quienes no separan obra de autor y la ética dispersa del propio Neruda, obtengo la opinión que estos fastos me provocan: habrá que aprovecharlos para celebrar varios de los mejores textos escritos en castellano durante el siglo XX. Habrá que leer esa especie de sublimación épica que es el Canto General, empaparse de ese surrealismo extravagante de Residencia en la Tierra, retomar esa imagen perfecta y cursi de los Veinte Poemas, o acercarse a -mis preferidas- esas pequeñas Odas Elementales que ponen palabras exactas a lo cotidiano. Habrá que, en suma, diferenciar muy bien entre el Neruda humano capaz de cometer atrocidades y el poeta que escapa de la realidad para dejar una de las mejores obras líricas que se han escrito en la historia de la literatura. Mucho me temo que no seremos capaces de hacerlo. Enterrarán al hombre, y quizá detrás sepulten su literatura. Para desgracia de todos.

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