MyTO

Zaragoza (novela de aventuras)

«Ya he comprendido que, si quieres explicar bien algo, lo que hay que hacer es escribir una novela. Para dar buena cuenta de algo, es ineludible la ficción»

Opinión

Catedral de Zaragoza. | EP

  • Doctor en Filología Hispánica y crítico literario en publicaciones especializadas.

Vine a Zaragoza porque me acordé de repente de que aquí vivía mi padre, un tal Marqués, un señor enigmático que lleva veinte años sin perderse el programa de Arguiñano, una criatura bondadosa y lovecraftiana que, entre otros poderes extrañísimos, tiene el de ser el ser que más y más de verdad me ha querido nunca. Y el de ser, aparte de los (muy pocos) amores que he tenido, que además son siempre otra cosa (o «una cosa muy otra», que diría Villena), y sin contar por descontado a mis hijos, que también son siempre algo distinto por incomparable, la persona a la que más y más de verdad he querido yo. Los Marqués somos un caso, y hay una línea masculina cuyas rarezas rozan lo estrafalario y que va de mi abuelo, el inescrutable don Ignacio (y seguramente antes, aunque yo ya no puedo dar testimonio), hasta mí, y que ya adivino, algo atenuada, en mi hijo Bruno. Es, entre otras muchas cosas, un modo de querernos mucho pero sin atosigamientos, de protegernos a distancia, de sabernos unidos y hasta juntos aunque apenas nos veamos. Mi padre y yo hablamos muy poco, tal vez una vez al mes, pocos minutos, y siempre de cosas inanes, la nueva derrota del Espanyol, un libro que ha visto en el escaparate de Cálamo…, lo cual ha llevado alguna vez a alguna persona ajena y tercera a desconfiar de ese cariño: si apenas habláis, es que no os queréis. Ya son ganas de no entender nada. Incluso siendo mi hermano y yo muy niños, pequeñísimos, mi padre se adelantaba como diez o quince metros por la calle, desentendiéndose aparentemente, y cuando mi madre se lo reprochaba y le pedía que hiciera el favor de esperarnos, él se volvía y le decía que prefería ir por delante, «porque así me hago la ilusión de que estoy solo». Jamás me sentí poco querido por ello, al contrario, y hace años que, desde luego, lo comprendo sin el menor matiz.

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Me gustaría merecer alguna vez el don de acertar a escribir con sencillez sobre la ciudad donde nací, una ciudad que cada día siento menos mía, por aquello de la distancia, y que, al mismo tiempo, cada vez percibo como propia de un modo más profundo. Sé que tengo dentro un buen libro sobre Zaragoza, o una novela que transcurra aquí y la recorra, la examine, la analice, se proponga entenderla en serio. Sería una novela realista pero llena de dragones, costumbrista pero con magia, un poco de Galdós, pero sin miseria, y un poco de Vila-Matas, pero sin ácido. Una novela doméstica, es decir, un verdadero relato de aventuras. Que podría ser un ensayo, claro, o un libro de viajes a mi propia ciudad, con actitud de explorador en casa…, pero ya he comprendido que, si quieres explicar bien algo, lo que hay que hacer es escribir una novela. Para dar buena cuenta de algo, es ineludible la ficción.

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Si necesitas que algo quede claro / escribe una novela sobre ello. Ésa sería la fórmula.

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Contar desgracias sufridas o peligros vividos es una forma muy retorcida de presumir.

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«Tu padre se pega toda la tarde viendo la tele», me dice mi madre. «Empieza con el Arguiñano y ya lo que le echen, a no ser que tenga que salir a comprar algo, o a pasear con Antonio… Le gustan los programas sobre el campo, y el informativo de Aragón, y los programas sobre coches, o sobre cordericos, o sobre cebollas…».

«¿Un programa sobre cebollas, mamá?»

«Sí, y sobre muchos otros tipos de flores».

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«Más Azorín y menos Errejón» es un lema mío que me tengo que recordar con alguna frecuencia, cuando me da por pensar que debería leer más periódicos, andar más atento a las noticias, o cuando creo que debo unirme a alguna manifestación, o cuando incluso me tienta asomarme a alguna de esas asambleas a las que me convocan los de Más Madrid del distrito de Arganzuela… Entonces he de recordarme cosas elementales, volver a mi ser, no dispersarme. Centrarme una vez más en lo inactual.

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Esta vez he venido a Zaragoza sin los niños, así que puedo observar en su verdadero hábitat a mi familia, sin elementos que alteren demasiado su rutina. Ven la tele de 15 a 23.30, sin apenas moverse, y eso es frustrante, claro, aunque lo importante es que están bien, mayores pero más o menos bien, y desde luego siguen siendo independientes. Bendita sea su misteriosa buena salud, porque desde que me fui a Madrid, en septiembre de 2005, ni una sola vez he tenido que venir de emergencia para nada suyo. Mi padre cumplirá ochenta años el año que viene, es de 1944, como Mainer (que también fue un poco padre en ese 2005). Y a mi madre, a pesar de sus condiciones físicas, los análisis médicos le salen excelentes. Dan ganas de enmarcarlos, como si fueran esos diplomas que nunca nadie le dio, y que en algún momento se hubiera merecido.

«Los Marqués somos un caso, y hay una línea masculina cuyas rarezas rozan lo estrafalario y que va de mi abuelo, el inescrutable don Ignacio, hasta mí»

Lo de la tele es un espectáculo entre desternillante y deprimente. Echen lo que echen (cocineros, ovejicas o cebollas), cada tres minutos mi madre exclama «¡Qué cosas más raras!», y al minuto mi padre le responde musitando un «Sí». Y a los dos minutos ella: «¡Fíjate!, ¡qué cosas más raras!», y él al minuto: «Sí». Por otro lado, en una subtrama casi inaudible, de vez en cuando ella suelta un «Ay, Juanjico….», y él de vez en cuando un «¿Qué tal, Asuntica?». Y así están casi diez horas, sin apartar la vista de la pantalla. Es fascinante, magnético, si lo contase en algún sitio nadie me creería. A veces se cogen unos minutos de la mano.

Al no tener que velar por Bruno y Vera, yo aprovecho entonces para hacer lo que más me gusta en Zaragoza, que es caminarla durante horas, patearla, recorrerla, atravesarla, observarla ávidamente, profanarla con los pies, mancillarla con los ojos, reconocerla. Puesto a escribir sobre aquí, mi forma de documentarme es caminar, igual que para la poesía uno se documenta en el silencio. No tengo ningún plan, pero sé que, para que haya una remota posibilidad de que alguna vez salga algo, este proceso es necesario. Y, en todo caso, es algo que siempre he necesitado yo. No quedar con nadie, no entrar en casi ningún sitio, no pararme ni a tomar una Ámbar. Caminar, caminar y caminar. No distraerse.

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Un modelo no es un molde. En literatura, no.

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«¿De qué vas a vivir?»: título para un libro de poemas.

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Leer libros de mierda / con toda la atención que haya en tu cuerpo. / No comprar nunca nada. / Llegar de madrugada / a ciudades de piedra y de cristal…

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Hace un tiempo me impresionó la noticia de que un hombre iba todos los domingos al cementerio de la Recoleta a escuchar por la radio los partidos del Boca Juniors junto a la tumba de su hijo, muerto a los diecinueve años, y con quien los había visto todos en vida, en la Bombonera, dándose abrazos ya inconcebibles. Algún día, tal vez, dentro de algunos años, yo me vea yendo a algún rincón del de Torrero a contarle a mi padre cómo ha quedado su Espanyol, o incluso a escuchar en directo los goles que marque (o, más probablemente, los que reciba). Estaré un rato por allí, me acercaré a la solemne tumba de Joaquín Costa, haré alguna foto por ahí, me distraeré, pensaré en don Juan José Marqués, le escribiré unas coplas. Y me haré la ilusión de que no estoy solo.