La lección de una anciana
«Carmen contemplaba los tejados y las montañas que se alzaban más allá como un milagro que exigía silencio y reverencia»
La semana pasada estuve de misiones en Cabra, un pueblo de Córdoba. Suena extraño cuando se dice, incluso más cuando se escribe. «Misiones», «Córdoba». Quizá allí no haya negritos famélicos con los que sacarse fotos para luego compartirlas en la red social de turno, pero sí hay personas que necesitan ayuda, personas sumidas en un vacío que sólo la esperanza cristiana puede remediar, personas ―ancianos, discapacitados― cuya existencia es en sí misma un grito de socorro.
Uno de mis cometidos era pasar las mañanas en un asilo. Dar conversación a los ancianos, jugar con ellos al dominó, invitarles a cantar y a bailar, sacarles una sonrisa. Parece un quehacer nimio, tal vez lo fuese, pero ellos lo agradecían. Agradecían la novedad, la presencia de un tú al que contarle la historia de su vida. Para ellos, penosamente acostumbrados a la soledad y el silencio, cualquier diálogo banal tiene la importancia de un acontecimiento.
El jueves una enfermera del asilo me pidió que diera una vuelta con una mujer incapaz ya de andar por su propio pie. «Hace un día espléndido y Carmen lleva mucho tiempo sin salir», me dijo. Ya afuera, tras haber reparado en el gozo de la anciana, tras haber constatado que disfrutaba del mundo circundante como si Dios lo acabase de crear para ella, le pregunté cuánto tiempo llevaba confinada entre los muros de la residencia, sin pisar la calle. Me respondió con naturalidad que un año y yo seguí observándola: contemplaba los tejados y las montañas que se alzaban más allá como un milagro que exigía silencio y reverencia.
Aquello ―la felicidad de Carmen, mi sorpresa― me hizo reflexionar sobre el pecado original y sus estragos. Desde la caída sólo vivimos la realidad como lo que es, ¡como milagrosa!, cuando es excepcional. Si Carmen saliese todos los días a la calle, si fuese más joven y la muerte no se cerniese sobre ella como lo hace ahora, terminaría acostumbrándose al prodigio, dándolo por sentado, desviando la mirada de él para fijarla en el dispositivo.
Terminaría mirando el mundo circundante como yo ―joven, cínico e impaciente― lo hacía entonces, en la residencia, y como lo hago ahora, mientras rumio el final de este titubeo. Afuera, tras la ventana, un petirrojo y tres mirlos brincan sobre un césped teñido de ocre y bajo un cielo que parece haber estallado de júbilo. Apenas puedo contemplar la escena durante unos instantes; pronto, como movido por un impulso que escapa a mi control, desvío la vista hacia esa luz blanquecina, cadavérica, a la que el hombre contemporáneo le ha entregado su alma.