Juan Velarde: falangista y liberal
«En el tardofranquismo, su ayuda silenciosa a la hora de ‘remover obstáculos’, tuvo mayor alcance de la que habrían de reconocer luego los beneficiados»
Un cambio de domicilio, personal y administrativo -la separación de Económicas y Políticas en la UCM- y posiblemente luego una injerencia viperina que evoqué hace poco, me llevaron a perder contacto para siempre con Gonzalo Anes. Era entonces un hombre dotado de un notable sentido del humor, que prefería acceder a mi casa subiéndose al árbol del jardín, antes que por la puerta. Le recuerdo comentando la decoración revolucionaria que exhibía nuestra Facultad en la primavera del 68. Aquello era, sin duda, a su juicio, una delegación en España de la República de Vietnam del Norte, tanto por los mensajes revolucionarios de los carteles como por la sucesión de actos que culminaron el 18 de mayo en el famoso recital de Raimon.
En aquella circunstancia, le tocó al vicedecano Juan Velarde asumir el decanato en momentos difíciles, por ausencia táctica del decano efectivo, tratando de evitar el mal trago de la entrada de la policía a la Facultad. Le recuerdo, en este sentido, negociando a dos bandas desde el despacho decanal con dos líderes estudiantiles, uno de ellos Jaime Pastor y con el jefe de la Brigada Político-Social, Saturnino Yagüe, para tratar de evitar el asalto policial. «Si los estudiantes quitan los letreros de ‘Franco asesino’, ¿no entráis?», ofrecía Velarde. En otra ocasión, me contaba él mismo, tuvo que acudir de noche a la Facultad, porque los estudiantes se habían encerrado y los policías preparaban la entrada. Involuntariamente, los faros de su coche iluminaron a la masa de sociales reptantes, que estrechaban el cerco. Un curioso espectáculo. Y cumplió su objetivo.
Creo que fue Fabián Estapé quien bautizó a Juan Velarde como un «falangista liberal». Y era ambas cosas. Cuando en el primer Gobierno de Adolfo Suárez ocupó el puesto de director general, los visitantes podían sorprenderse al ver presidida su oficina por una gran reproducción del testamento de Franco. Nunca renegó de sus orígenes y siempre exhibió su competencia técnica como economista para explicar el tránsito desde su posición, ya de alto cargo, en el Instituto de Estudios Laborales en el Ministerio de Trabajo durante el tardofranquismo, al mantenimiento de rango similar con la UCD. Claro que desde semejante enfoque, un cierto cocktail de contrarios resultaba inevitable. Cuando hacia 1965 me incorporé al organismo de su dirección para labores sociológicas, allí te encontrabas al futuro ministro socialista José María Maravall, a un extraño pensador crítico (y pasivo) Antonio Gimeno, a una hija o sobrina del jefe de la Casa Militar del Generalísimo, a un personaje polifacético de apellido Montes, ultrafranquista, ayudante de Facultad de día, de noche social -lo cual filtré a la Facultad- y a un profesor adjunto también del régimen, Enrique Martín López.
En las cercanías se encontraba una joven muy bella e inteligente, María Luisa Blanco, y en el rincón más perdido, un viejo socialista entrañable, llamado Manuel Iglesias.
«Le movía la estima intelectual hacia los autores por encima de todo, y eso creaba a veces problemas»
Fue Enrique Martín quien me dio la idea de utilizar la publicación del ministerio, la Revista de Trabajo, al incluir un documento del PCE para criticarlo. Con el beneplácito de Velarde, me harté de publicar textos socialistas y anarquistas anteriores de la guerra, entre ellos la primera reaparición legal de Pablo Iglesias. A partir de ahí, una editorial de izquierda estaba en condiciones legales de publicarlos a su vez, sin posible recogida. Recuerdo una llamada telefónica del futuro senador del PP, Alejandro Muñoz Alonso, entonces al frente de la censura, preocupado porque nada podía hacer. Como máximo, multar a una revista que los aireara (caso de Soledad Puértolas como víctima en La actualidad económica). Así pudimos María del Carmen Iglesias y yo publicar la antología de textos del primer PSOE, titulada Burgueses y proletarios.
A Juan Velarde le movía la estima intelectual hacia los autores por encima de todo, y eso creaba a veces problemas. Un día no se le ocurrió otra cosa que elogiar en una de sus colaboraciones en Arriba a «mis dos amigos comunistas, José Luis García Delgado y Antonio Elorza». No faltó tiempo para que uno de los duros del periódico le felicitara: «Muy bien, Juan. Eso es lo que hay que hacer: denunciarlos, denunciarlos». José Luis y yo le rogamos que en el futuro se abstuviera de alabanzas similares. Él lo recibió con su habitual buen humor.
En tiempo duros, esa confianza en la valía personal tuvo efectos siempre benéficos. Recuerdo la mañana después de la primera oleada de confinamientos en el estado de excepción de enero de 1969: la antesala de su despacho estaba bien concurrida. En una situación como aquella del tardofranquismo, donde se sucedían los frenos oficiosos a las carreras académicas, y también los problemas derivados de «conductas impropias», la ayuda silenciosa de Juan Velarde a la hora de «remover obstáculos», tuvo sin duda mayor alcance de la que habrían de reconocer luego los beneficiados. Se decía que intervino al respecto en favor de Ramón Tamames, entonces el economista de oro de la izquierda. No hubiera sido extraño, ni su caso era único. Podías encontrarte con un decano socialista, luego eurodiputado, que se inhibía si te encontrabas en un momento difícil, en tanto que personas como José Antonio Maravall o Juan Velarde, hacían todo lo que estaba en su mano para sacarte del agujero.
Estuve por última vez con Juan Velarde cuando me invitó a participar en los cursos de verano de La Granda, precisamente sobre Mayo del 68. Seguía igual, tanto en el aspecto físico, a pesar de los 90 años, como en su condición de hombre curioso en el plano intelectual, de gran cordialidad y tolerante.