Carlos Saura: la sombra de una guerra
«Su rechazo de la guerra por la siembra de muertes y horrores le llevan a eludir cualquier valoración heroica de ninguno de los participantes en la contienda»
En la última fila de la sala, una mujer de edad media, delgada y alta, pidió la palabra para mostrar su disconformidad con mi afirmación de que creadores como Antonio Buero Vallejo y Carlos Saura tenían dificultades para ajustar su estilo narrativo a la nueva circunstancia política. Habían elaborado, decía yo, unos códigos para afrontar el franquismo y superar el obstáculo de su censura. Ahora, en el nuevo marco de la democracia, la conversión no era fácil. Mi contradictora se identificó como Ángeles Saura, la hermana menor del cineasta, y me recordó el valor de sus nuevas obras, centradas en la música y el baile, que no suponían en modo alguno un recurso ocasional ni una escapatoria ante la pérdida del incentivo que hubiese podido suponer el pulso permanente a la dictadura.
Fue el principio de una inolvidable amistad, en el curso de la cual tuve ocasión de conocer fugazmente a su hermano Carlos y a su sobrina Anna, entre quienes estuvieron a su lado en el acto de recibir una destacada distinción como presidenta de la Fundación Antonio Saura en Cuenca. Carlos la había acompañado en el intento de mantener la fundación dedicada al gran pintor, afectada desde su nacimiento por deserciones de otros más próximos y unos vacíos consiguientes en la obra que Carlos y Ángeles trataron de cubrir.
En la misma Fundación, Carlos Saura presentó algún tiempo atrás una exposición de dibujos, de tono humorístico y a veces ácido, incluidas las viñetas de tema familiar. A su entender, el dibujo era «otra forma de incorporarse al mundo de la imagen» y lo había practicado intensamente a título privado, elaborando ilustraciones sobre el rodaje de sus películas, que alguna vez fueron exhibidas para acompañar a una conferencia suya en los cursos de verano de la UCM. Es éste uno de los rasgos distintivos del director desaparecido: su idea de la creación cinematográfica como un arte total, en que la música, el color, las referencias culturales y biográficas se articulan como fragmentos.
«Nunca aceptó la simplificación y tampoco el blanco contrapuesto al negro»
Carlos Saura rechazaba la acusación de ser críptico, pero es cierto que no era transparente según él mismo pretendía. Las ideas de fondo pueden ser bien claras, la composición es siempre compleja. Pensemos en las canciones interpretadas por Carmen Maura en ¡Ay, Carmela! La exaltación del amor a España requería el complemento del popular «Mi jaca», compartido por ambos bandos, y captado políticamente por el franquista. Su supresión por TVE-2 en la noche del día 12 mutilaba el complejo significado que él quiso transmitir y es reveladora de las causas de esa incomprensión hacia Carlos Saura que siempre limitó su recepción en España. Nunca aceptó la simplificación y tampoco el blanco contrapuesto al negro.
En la prolongada e intermitente relación. Ángeles Saura me contó cosas sobre la filmografía de su hermano, y algún detalle significativo: el protagonista de la famosa escena del falangista con el brazo entablillado de La prima Angélica fue un personaje real, «el tío Juanito», Juan Atarés -Carlos y Ángeles eran Saura Atarés-, alférez provisional falangista, un verdadero facha, finalmente asesinado por ETA tras el incidente de sus insultos al general Gutiérrez Mellado. Es un indicio de que la filmografía de Saura puede estar sembrada de referencias veladas. Al modo de su admirado Francisco de Goya.
En las conversaciones salpicadas durante tanto tiempo, el tema del fondo político de la filmografía de Carlos Saura quedó en el olvido. Con una excepción, cuando me regaló un pequeño libro que el autor de La caza acababa de publicar: ¡Esa luz! Me dijo que su hermano le confería una gran importancia, era su visión de la guerra civil y desconfiaba de que llegase a ser una película. Lo confirmó Fernando Méndez-Leite en su emocionada presentación del «Goya de honor» otorgado por fin a Carlos Saura, el sábado 11 de febrero.
¡Esa luz! desarrolla la posición de Carlos Saura sobre la guerra civil, y al mismo tiempo nos informa de hasta qué punto el impacto de la contienda incide sobre una línea fundamental de su filmografía. El trauma bélico sigue estando ahí en su mente, aun cuando sus películas puedan abordar temas muy alejados de lo sucedido entre 1936 y 1939. Entre los cuatro y los siete años, vivió con sus padres entre Madrid y Barcelona, percibiendo la violencia ambiente, la inseguridad familiar y el miedo, en particular por los bombardeos. Siguieron dos años con unas tías católicas y su abuela en Huesca, con el choque de que ahora los que habían sido los buenos, eran los malos, y a la inversa. A partir de ahí, vive la larga noche del franquismo, por lo menos en un medio económico y cultural favorable.
Esa peculiar trayectoria en obligado zigzag, le permite observar la Cruzada desde los dos ángulos opuestos, y al tiempo sentir una angustia que le sirve de atalaya para contemplar la catástrofe con una desgarrada lucidez. No hay sitio en su enfoque para los heroísmos ni para las exaltaciones; solo para una constatación del horror que le lleva, como a otros herederos de la tradición republicana, a recusar el maniqueísmo y a temer hasta hoy que el regreso al ciego espíritu de enfrentamiento y de aniquilación del otro, pueda devolvernos a otro 36. Tal fue el temor expresado reiteradamente por Carlos Saura en sus últimos años.
«El racionalismo del observador y la barbarie de los hechos se conjugan, en la estela de Goya»
A su entender, la guerra civil habría sido todo menos un trauma pasajero. Su capacidad de destrucción culmina una trayectoria de violencia social y política, constitutiva en distintos planos de la historia española contemporánea, reflejada por el Saura de Llanto por un bandido y Los golfos a El séptimo día, sobre la matanza de Puerto Hurraco. El racionalismo del observador y la barbarie de los hechos se conjugan, en la estela de Goya. Ahí están la pelea a garrotazos, primera metáfora del 36, en el Llanto, y la fábula trágica de La caza, segunda y esclarecedora metáfora, ahora referida al legado de violencia criminal subyacente a los vencedores. Es también el reflejo de un profundo pesimismo, comprendido en la soleá que en el citado Llanto subraya el triste destino de los bandidos apresados: «Al pie de un árbol sin frutos, me puse a considerar, qué pocos amigos tiene, el que no tiene que dar». En Saura, siempre la música se engarza en el relato, como forma de expresión autónoma, tanto en Pippermint frappé como en Cría cuervos. Nada que ver con Ennio Morricone.
El espectro de las narraciones puede ser muy amplio, de acuerdo también con las preferencias y las pasiones del autor. Saura es un fotógrafo compulsivo y así esa faceta es recogida en el ritmo y el contenido de películas como Deprisa, deprisa, y lo mismo sucede con la pasión por la música y el baile hasta dar vida a un género propio y personal. El joven Vargas Llosa definió la tarea del creador como un enfrentamiento radical a la realidad; en Carlos Saura, la creación forja un universo formalmente distante de lo real, pero que hunde en lo real sus raíces, su significado último.
Al igual que Ernst Fischer, Carlos Saura cree que el arte es una dimensión esencial de la naturaleza humana, por encima de sus manifestaciones concretas. El hombre no es tal si no es homo creator. Nada mejor que su último documental, Las paredes hablan, para probarlo. Como es de sobra conocido, en los años 80 la visión intelectual de lo popular, en el plano musical, le lleva a concretar esa línea, de creación sobre la creación, en su famosa trilogía flamenca, donde ni olvida la centralidad de una excepcional fotografía ni la inserción de ramalazos de música estrictamente popular (el «Cocidito madrileño» de Pepe Blanco, en Bodas de sangre). Todo ello sobre el fondo de una fastuosa interpretación, de Antonio Gades a Rocío Jurado («¡Qué bien canta esta gallega!», comentaba con entusiasmo una espectadora cuando vi El amor brujo en el cine Yara de La Habana).
Es el contrapunto positivo de la amargura que preside su mirada histórica, culminada con la guerra civil, pero que la precede y es acentuada durante la posguerra. Lo anotó un editor suyo, tal vez Hans Meinke, al destacar la síntesis ofrecida por La prima Angélica, hace ahora justo medio siglo. Es «una obra que simboliza, según su autor, los tres monstruos de España: la religiosidad pervertida, la sexualidad reprimida y el espíritu autoritario». En el filme, la fractura causada en la personalidad del protagonista, un adulto bloqueado en la niñez que interpreta López Vázquez, pasado por la guerra de la ilusión infantil a una frustración insuperable, se basa en la autobiografía de Carlos, viviendo con sus tías y abuela católicas, o mejor bajo ellas, en la Huesca de la primera posguerra. Un ambiente dictatorial y una religiosidad milagrera que permiten de paso a Saura un ejercicio de simbolismo con toques buñuelianos (la monja de las llagas). La dimensión psicológica no abandonará luego a Carlos Saura, deslizándose hacia la ternura y el intimismo, siempre teñidos de tristeza, en la que Ángeles consideraba la más lograda de sus películas, Elisa, vida mía.
«El episodio de Sender experimenta alteraciones en ‘¡Esa luz!’, para evitar todo riesgo de idealización de los revolucionarios»
Detrás de todo, la guerra incivil, que Carlos Saura aborda en ¡Esa luz!, poco tiempo después del éxito de ¡Ay Carmela!, y que nunca logró ver filmada. El argumento se apoya sobre un episodio especialmente trágico: la separación provocada por el golpe militar entre Ramón Sender, escritor comunista, y su esposa e hijos, atrapados estos en San Rafael desde el 18 de julio, con el padre en Madrid, y cerrándose la separación con el fusilamiento de ella en Zamora. Una circunstancia que el propio Sender evoca en Contraataque, de 1937, todavía con aire militante que se desvanece en el futuro de sus escritos sobre el tema. Fue una desilusión que se gestó en la infortunada actuación de Sender en el frente, la cual no es cosa de contar aquí, y que tenía detrás el desencanto revolucionario por efecto del fracaso de octubre de 1934. Las trayectorias de Sender y Saura convergen, pero en el segundo no hace falta corregir nada por el impacto de los cambios políticos y militares. El episodio de Sender, preservado en lo fundamental, experimenta alteraciones en ¡Esa luz!, únicamente para evitar todo riesgo de idealización de los revolucionarios.
De entrada, la concepción humanista de Saura, su permanente rechazo de la guerra por la siembra de muertes y horrores, le llevan a eludir de plano cualquier valoración heroica de ninguno de los participantes en la contienda, y paralelamente a reconocer las incursiones de ambos en la barbarie. Es una visión ponderada, no equidistante, acorde con el espíritu republicano, que no olvida dar cuenta de las palabras de Indalecio Prieto contra la represión incontrolada en zona leal. También se niega Saura a olvidar la visceralidad del anticlericalismo y la brutal persecución o en la sospecha ante quien apareciera como no militante… de la propia organización. Y en el frente, caos completo en los primeros meses. Frente a ello, la deshumanización de la represión franquista, eficaz en la aniquilación de todo presunto enemigo y en el aplastamiento de las conciencias. En causar el dolor de modo insuperable.
La narradora de ficción en ¡Esa luz! cierra el libro citando al protagonista, muerto en el exilio, quien se niega a su propuesta de narrar lo ocurrido para así «exorcizar los fantasmas del pasado». «Es demasiado doloroso para mí», concluye aquel. Carlos Saura hubiese escrito otra respuesta de haber tenido delante la posterior ordenación legal de la memoria histórica en nuestro país. El mensaje de ¡Esa luz! sigue vigente.