THE OBJECTIVE
Dani De Fernando

De la impuntualidad

La impuntualidad es una especie de antídoto contra el ritmo frenético que nos impone el mundo contemporáneo

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De la impuntualidad

Conozco a mucha gente que tiene un problema con la puntualidad. Yo, de hecho, soy uno de ellos. Claro que los hay peores, como mi amigo Gon, que una vez nos convocó a siete u ocho del grupo a cenar porque quería que nos viésemos todos, porque hacía ya tiempo de la última, y habiéndonos citado a las nueve apareció a las diez y cuarto. Con toda la calma, eh, cigarrito antes de entrar incluido.

Pero, aunque la impuntualidad sea una cosa molestísima porque lo obliga a uno esperar en lugares en los que no querría estar esperando, se trata de un vicio que no tiene maldad alguna. No suele haber premeditación, y casi siempre va aparejada de una disculpa. Podría decirse que es hasta sana, pues muestra una especie de desapego a lo temporal, que es esclavizante, y esconde la convicción, por leve que sea, de que esta vida terrenal, finita no es tan importante como en ocasiones nos parece. Por decirlo en una frase, la impuntualidad nos obliga a tomarnos la vida menos en serio; y, sobre todo, a tomarnos a nosotros mismos menos en serio, que falta nos hace.

Hay además otra cosa que me cautiva de la impuntualidad, y es precisamente lo que impidió que me enfadase con Gon aquel día: me parece una especie de antídoto contra el ritmo frenético que nos impone el mundo contemporáneo. Él llegó una hora y cuarto tarde, sí, pero se detuvo a fumarse un cigarrillo en la puerta con la calma de quien llega cinco minutos antes. Y mientras lo observaba —algo indignado, desde luego— pensé que tenía mucho que aprender de él, de su comportamiento. Porque a mí también me molesta tener que vivir deprisa, corriendo de un sitio a otro, me molesta que todo sea fugaz, vertiginoso, que las reuniones terminen porque hay que llegar puntuales a la siguiente reunión o al siguiente compromiso, ¡me molesta no poder fumarme un cigarrillo en la puerta! Camba dijo que «para el hombre que se ha propuesto vivir deprisa el tiempo no representa, en realidad, absolutamente nada»; y estoy seguro de que también dijo algo a favor de la impuntualidad aunque ahora mismo no me acuerde.

Ya sé que habrá a quien le moleste lo que estoy diciendo, peor, que habrá quien piense que, como soy impuntual, estoy tratando de redimir mi propia impuntualidad. De hecho, me sucedió una vez cuando hablé en un artículo sobre la obsesión de cierto catolicismo beatorro con el cuerpo y los pecados de la carne: hubo algún imbécil que se sintió atacado y me reprochó que en realidad yo era una vicioso que escribía aquello para tratar de atenuar la gravedad de mis faltas. Pero dejo esa historia —y a ese imbécil— para otro día y me despido aquí: resulta que llego tarde a mi próxima reunión.

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