Fulgor inagotable de Li Bai
«Ante estos poemas no hacen falta erudiciones: no hace ninguna falta que sepamos quién era el rey Tang o por qué no se puede cruzar el río Fu-Tu»
Iba leyendo versos de Li Bai, y era como ir comiendo chucherías. Sucedió el jueves, de vuelta del periódico, a donde suelo ir ese día para recoger libros y el suplemento del día siguiente. La gente que se cruzaba conmigo debía de pensar que iba mirando yo algún libro de chistes, dada la sonrisa de felicidad y de reconocimiento con la que andaba. Pero no: lo cierto es que iba leyendo poemas de un chino remoto, palabras escritas hace mil trescientos años pero que de repente me apetecían mucho más que todas las rugientes y palpitantes novedades que llevaba en la mochila.
Li Bai, o Li Po, es uno de esos poetas a los que uno dedica un par de horas cada diez años, y, cuando toca, la sensación es exactamente igual a la de visitar una ciudad de vez en cuando, recorrerla, observar los pequeños cambios que ha habido allí, verla con los ojos de quien eres ahora, «actualizarla», comprobar que uno recordaba mal ciertos detalles… Me sucede, en realidad, con todos los poetas muy antiguos: es un error, sin duda, pero les leemos atribuyéndoles instintivamente el ser portavoces del pasado más extremo, el de ser los inauguradores de la literatura, los que estrenaron todas las palabras y acuñaron ya para siempre determinados tópicos… Por supuesto, no es verdad, y concretamente Li Bai, que vivió en el siglo VIII, es alguien que con frecuencia habla a su vez de los poetas del pasado remoto, olvidados por su generación, lo cual produce un vértigo que es a la vez profundo y divertido, un mareo aleccionador. Ya dice él que el mundo es un «viajero que ha recorrido / un espacio de miles de siglos». ¿Y qué mejor que unas ruinas para cavilar sobre el paso del tiempo y tratar de comunicarlo?: «Derrotados los de Wu, / el rey de Yue regresó triunfante, / y sus guerreros se cubrieron de seda. / Damas como flores llenaban / su palacio de primavera, / ruinas en que vuelan hoy día / sólo unas perdices esquivas».
La nueva ocasión para leerle, repasarla y repensarle la proporciona la colección Letras Universales de la editorial Cátedra, que acaba de dedicar su volumen número 589 al chino, traducido por Guojian Chen. Chen, que murió en el verano de 2021, dedicó buena parte de su vida y sus esfuerzos a comentar y traducir a Li Bai, del que ya había ofrecido varias antologías, pero ésta es la definitiva, no sólo porque no podrá haber más sino porque corrige y amplía notablemente todo lo que había ido vertiendo al español hasta ahora en sucesivas entregas que ya sólo pueden considerarse adelantos de ésta, que quedará como la canónica.
«Al leer a estos poetas, al leer versos de esos tiempos, uno no sólo tiene la sensación de volver a empezar de cero como lector, sino que además se descubre, de sopetón, muerto de ganas por hacerlo»
Y lo que nos encontramos en estos ciento cuarenta y ocho poemas (que son una barbaridad, ya que todo el mundo sabe que un chino puede tirarse quince años decidiendo si un amanecer es azul-Chelsea o más bien azul-Getafe…) es lo de siempre, es decir, algo siempre nuevo, o por lo menos renovado. Ante estos poemas no hacen falta erudiciones: no hace ninguna falta que sepamos quién era el rey Tang o por qué no se puede cruzar el río Fu-Tu: la intuición del poeta es tan sobrenatural que consigue despertar las intuiciones del lector, aunque sea un español de trece siglos después, y por supuesto hay muchas cosas que no se captan, matices que no se perciben, pero lo esencial sobrevive, tan plenamente vivo y tan enérgico como los muchos monos que juegan y enredan en varios poemas. Es una poesía tan lacónica, tan pulida, tan sensitiva, tan contemplativa, tan intemporal y tan universal que la sentimos muy cercana, y si el poeta incurrió ya en la ficción de escribir monólogos íntimos de muchachas que lamentan la ausencia del amado o protestan por sus condiciones de vida (como harían después nuestros poetas castellanos medievales, seguramente recogiendo y escribiendo por primera vez motivos que ya circulaban entre los coetáneos ibéricos de Li Bai), nosotros también podemos ponernos en la piel de quien recurrió a ese artificio, superando el doble disfraz (abordamos a un despreocupado anciano chino del siglo VIII que asume la voz de, por ejemplo, una joven mujer melancólica), y acceder así al meollo del significado, al sentimiento inmutable que valía para entonces, vale para hoy y valdrá sin duda para quien lo lea en el futuro.
Cuando leo poesía muy antigua, por ejemplo las sagas islandesas, siempre creo percibir un extraño humor que no sabría explicar, y que de hecho alguna vez me niegan algunos expertos, los traductores, los especialistas… No sé. Yo lo veo, lo noto. En la Saga de Eirík el Rojo, por ejemplo, hay un momento en el que los vikingos caminan de puntillas por una playa que está llena de huevos de patos eíder. Es decir, que hombrones que son capaces de matar con las manos desnudas a un íntimo amigo suyo por una mínima disputa, caminan con cuidado por la arena para evitar chafar a ninguno de esos adorables patitos, ni pisar ninguno de sus huevos. Es una escena muy graciosa, y no creo que el autor fuera inconsciente de ese efecto, aunque es verdad que se narra sin incidir en ello, con naturalidad, lo cual no desmiente que haya humor, sino que confirma, en mi opinión, que es además un humor muy moderno, el mismo que también lo percibo en Li Bai. Hay ironía en el modo de tratar algunos amores, hay cierto paternalismo amable y sonriente al escribir sobre los jóvenes, hay una deliberada huida de la excesiva solemnidad introduciendo de repente elementos sorprendentes, cuyo efecto es levemente cómico, suavemente risueño, directamente desdramatizador. No digo, desde luego, que sean poetas humoristas: el humor no es ni el objetivo de los textos ni lo principal, pero es un elemento más. No se quiere hacer reír, pero sí enternecer, sí buscan una sonrisa ante el mundo y ante la vida.
Dentro de un mes y un día se celebrará el Día Internacional de la Poesía. Como hay gente que da importancia a esas cosas, y buscan algún libro que comprar, yo lo lamento mucho por los poetas vivos pero les recomendaría éste. Al margen de su garantizada calidad (de hecho, hablar de «calidad» en estos autores tiene un poco de ultraje, de abuso, es algo violentamente inadecuado), y aparte de ese regalo impagable que hacen estos versos al proporcionar la sensación de volver a casa, un viejo y confortable hogar de todos, hay un detalle más sutil que da la poesía antigua. Al leer a estos poetas, al leer versos de esos tiempos, uno no sólo tiene la sensación de volver a empezar de cero como lector, sino que además se descubre, de sopetón, muerto de ganas por hacerlo. Dan ganas de olvidarlo todo, apartarlo todo, y volver a comenzar, contento, desde el principio, con un cuaderno en blanco delante: «Corta lotos una joven / en un arroyo de Ruoye. / Al ver a un extraño, / rema hacia atrás cantando».