THE OBJECTIVE
Carlos Mayoral

Libros para bobos

«Mucho más útil que transformar el pasado es asimilarlo, deglutirlo, y digerir en la medida de lo posible la enseñanza que nos deja en función de nuestros propios parámetros morales»

Opinión
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Libros para bobos

Varios libros de Roald Dahl. | E. Jason Wambsgans (Europa Press)

Querido lector, me gustaría hacer pasar esta columna por un alegato optimista. Desearía que cuando le ocupe la actividad que tenga usted a bien llevar a cabo tras la lectura de este texto, da igual si retoma usted el trabajo o si se arropa en la cama, lo haga con optimismo y alegría. Mas no será posible. Es esta historia una historia triste, con cierto tufo a decadencia y fracaso. Le pongo en contexto. Me hallaba yo tranquilo, con la cafetera ya erupcionando café, con ese aroma extraordinario flotando por el ambiente, y con el dedo pulgar deslizándose por el móvil persiguiendo noticias torpes en esta cosa que llaman red, quizás algún meme gracioso, quizás alguna tribuna inteligente, cualquier distracción.

Entonces lo vi. Era un artículo del Telegraph titulado así: La reescritura de Roal Dalh. Momento de echarse a temblar. Sigo leyendo. Al parecer, se están, efectivamente, reescribiendo algunos de sus textos. Encuentro ejemplos en diversas direcciones. Nos vamos a la versión de 2001 de Las Brujas, célebre cuento del autor, para encontrar frases como «incluso si ella estaba trabajando como cajera en un supermercado o mecanografiando textos para un hombre de negocios», que ha sido trocada en 2023 por «incluso si ella está trabajando como una gran científica o cerrando un negocio». Más ejemplos. Pasamos a Matilda, otro clásico de Roal, donde el británico escribe «ella navegaba junto a Joseph Conrad, viajaba a África con Hemingway o a California con Steinbeck». En la edición moderna, el revisionista introduce a Jane Austen y a Emily Brontë en el listado.

Estos son sólo dos ejemplos del centenar que encontraríamos. Para colmo, Dalh es un autor infantil, con el agravante que eso conlleva. Vuelvo al título del reportaje. La reescritura de Roal Dalh. El café se ha quemado, y afuera el cielo se nubla. Cada vez que escucho verbos como «reescribir», «revisar» o «reorientar» me imagino a Winston Smith, el protagonista de 1984, eliminando palabras del pasado en periódicos y novelas para que concuerden con el discurso que el Partido ofrece en el presente. Esta vez no andaba yo muy alejado de la realidad. Leer el artículo del Telegraph tuvo algo de incursión peligrosa en el Ministerio de la Verdad, como si el pasado estuviese metamorfoseándose para intentar con ello cambiar el presente.

«Preferimos ocultarles estas realidades a los niños para que vivan en ese mundo de piruleta que nada se parece a lo que se encontrarán ahí afuera»


Pero sí, querido lector, este es el hecho. Cambian las novelas para hacerlas más inclusivas. Eliminan referencias a trabajos precarios de la mujer, suprimen alusiones a las imposibilidades que sufren las personas discapacitadas cada día, intentan ocultar el racismo, la esclavitud o el colonialismo. A través de esta práctica, los funcionarios de la Verdad parecen desconocer dos cosas: la primera, que esta práctica no erradica ni aminora el machismo, el racismo o la insolidaridad; y la segunda, que precisamente las luchas dignísimas contra estos males necesitan un retrato veraz y detallado del pasado para entender el presente y mejorar el futuro. Sin embargo, preferimos ocultarles estas realidades a los niños para que vivan en ese mundo de piruleta que nada se parece a lo que se encontrarán ahí afuera.

Lo único que me queda, apreciado lector, con el café quemado y la mañana en el traste, es pedir que dejemos en paz a los clásicos, que los dejemos reposar ahí, en el túmulo de la literatura universal, para acudir a ellos como quien acude a un oráculo donde consultar imperfecciones y deficiencias de un mundo que es, por lógica, imperfecto y deficiente. Mucho más útil que transformar el pasado es asimilarlo, deglutirlo, y digerir en la medida de lo posible la enseñanza que nos deja en función de nuestros propios parámetros morales. Pero qué voy a pedir yo, afectuoso lector, si esta es una columna triste.

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