La conjura contra Colombia
«Se empieza legitimando a un dictador lejano, y no mucho después se abre la posibilidad para que uno igual entre en palacio»
Hay novelas que persiguen al lector eternamente y que de tanto en tanto piden ser recordadas, evocadas, porque la realidad inmediata parece repetir los coros que ya estaban consignados en sus páginas. Me pasa con La conjura contra América, de Philip Roth, esa novela en la que el escritor estadounidense se proponía el portentoso reto de escribir una historia alternativa de la Segunda Guerra Mundial. Lo recordarán porque además se hizo la serie de televisión: Roth imaginaba qué habría pasado si las elecciones presidenciales de 1940 no las hubiera ganado el demócrata Franklin D. Roosevelt, sino Charles Lindbergh, el famoso aviador de inclinaciones aislacionistas y proclive a las ideas de un comité que anticipaba el discurso trumpista, América Primero.
En la ficción de Roth, mientras Hitler se anexionaba países en Europa, Lindbergh se cubría de popularidad prometiendo que Estados Unidos no pelearía una guerra que no le incumbía. Así ganaba la presidencia y entonces ocurría la tragedia: el mal que había previsto no combatir en el exterior llegaba poco a poco a instalarse en el interior. Estados Unidos acababa convertido en un país fascista donde la vida de los judíos quedaba colgando de un hilo. La novela, aunque pura ficción, lanzaba una advertencia real. Los gestos en política internacional son importantes por una razón obvia: los ideales de un país también se traicionan cuando dejan de defenderse afuera. Se empieza legitimando a un dictador lejano, y no mucho después se abre la posibilidad para que uno igual entre en palacio.
La política internacional es como un test de Rorschach. En las declaraciones que hacen los presidentes en esta materia proyectan su mundo interno, sus valores, sus creencias, las ideas que moderan en los debates nacionales por cálculo, para no espantar votantes. Pensaba en todo esto a la luz de los últimos gestos en política internacional que ha tenido el presidente colombiano Gustavo Petro. Por un lado, y esto es algo que lo honra, le otorgó la nacionalidad a Sergio Ramírez después de que Ortega y Murillo lo despojaran, a él y otras centenas de nicaragüenses, de su nacionalidad. Pero poco después repitió el mismo gesto con un personaje antitético, Xavier Vendrell, un independentista catalán de dudoso pasado y aún más inquietante presente.
«Los ideales de un país también se traicionan cuando dejan de defenderse afuera»
A Vendrell se le señala de coordinar el Tsunami Democràtic, una plataforma que tiene mucho de tsunami popular pero nada de institucionalidad democrática, encargada de convocar la toma del aeropuerto de Barcelona, el cierre de vías, la quema de contenedores en las calles, el caos y toda forma de acción directa que subvirtiera la sentencia judicial que encarcelaba, por los eventos sediciosos del 17 de octubre de 2017, a sus colegas independentistas.
En la misma línea, Petro ha decidido apadrinar al expresidente peruano Pedro Castillo empeñándose en el absurdo. En que no hubo un intento de autogolpe y ni una red de corrupción de la que él y su familia se beneficiaron. Ni el tufillo rancio, pasadista y dictatorial -hasta fujimorista- que expele el caso de Castillo lo ha desanimado. Petro lo ha asumido como una causa personal, e incluso se ha reunido en el Palacio de Nariño con el nuevo abogado de Castillo. A todo esto se suman unas declaraciones recientes de la vicepresidenta Francia Márquez en las que elogiaba el sistema cubano y daba a entender que las cosas marchan en Cuba mucho mejor que en Colombia.
Además de chocantes, estos gestos resultan contradictorios. El gobierno de Petro está tomando partido a favor de quienes encausaron un proceso de subversión del orden constitucional en España, de un intento fallido de rebelión autoritaria en Perú y de una dictadura cavernaria que exporta médicos a la brava y con una plusvalía que infartaría a Marx, y todo esto mientras en Colombia encuadra sus reformas dentro de las instituciones, negociando y pactando leyes. ¿Cómo se explica?
En ese dilema está Petro, en esa tensión trágica se mueve. Su razón le dice una cosa y su instinto otra. En el campo internacional está ventilando su visión populista, esa que le dice que es el pueblo, la multitud, la que cambia la historia mediante la acción directa -un Tsunami Democràtic-; la que le susurra que el líder debe acatar el mandato popular, no las leyes elitistas hechas por la burguesía para beneficio de sí mismas; la que intuye complots y lawfares que frenan la acción redentora del líder benevolente y recomienda controlar al poder judicial. Mientras tanto, en el campo nacional mantiene la racionalidad y la cordura. La cuestión es saber qué inclinación ganará y si se cumple la conjura. Si además de defender a los líderes nacional populares de retórica victimista y tics autoritarios, decide convertirse en uno.