Eider Rodríguez: gritar por dentro
«Material de construcción es un libro estremecedor, uno de esos cuyo autor necesita sacarse de dentro, desprenderse de él, para liberarse de algo que pesa»
Este sábado, al apagar la luz tras leer treinta o cuarenta páginas de Material de construcción, me acordé de esa costumbre que tengo yo de cortar las etiquetas de la ropa nueva en cuanto entra en casa, y pensé que hay libros que son así, un especie de separación buscada, de seccionamiento consciente, de apostasía familiar, de renunciar al origen, de anhelar que no quede rastro de la procedencia, ni de la fabricación, ni de los materiales de que estamos hechos… Pero conforme avanzaba en la lectura me di cuenta de que la dureza del comienzo, esa especie de ternura disfrazada de rencor, esa dulzura congelada, me habían hecho adelantarme, y al terminarlo, ya ayer (¿y qué mejor día para recorrer ese libro que el día del padre?), comprendí hasta qué punto es (o, mejor, hasta qué punto se propone ser) una declaración de amor, la necesidad casi desesperada de sentir por fin una filiación.
«Retratar al padre tras su muerte en octubre de 2019 y, mediante la escritura, comunicarse por fin con un padre alcohólico que, sin llegar a ser violento, jamás fue cariñoso con ella»
Eider Rodríguez nació en Rentería en 1977, de modo que creció no sólo en lo que ella, con un oxímoron casi imperceptible, califica como «una familia salvaje», sino en una época y un lugar de tensiones, disturbios, redadas e incendios, todo lo cual, inevitablemente, entra al libro, aunque ya muy sofocado. Pero su objetivo principal, el impulso, es retratar al padre tras su muerte en octubre de 2019, no sólo para hacer un duelo que a ella misma le sorprende con su intensidad y su duración sino para, mediante la escritura, comunicarse por fin con un padre alcohólico que, sin llegar a ser violento, jamás fue cariñoso con ella, ni apenas atento, ni desde luego extrovertido. Pero hay una pregunta reveladora: «En mi relación contigo la vergüenza ha sido el sentimiento predominante. […] ¿Puedes avergonzarte de alguien a quien no quieres?».
Es curioso: la primera parte de esta estupenda primera novela de Eider Rodríguez está escrita en primera persona (una primera persona que a ella le cuesta mucho esfuerzo, confiesa), aunque en ella habla fundamentalmente del padre. La segunda parte, ya tras la muerte, está escrita en segunda persona, dirigida a él, y sin embargo es en ella donde más se abre en canal la narradora (y, con ella, la autora, pues se trata explícitamente de una «novela de no ficción»), aunque la confidencialidad es extrema a lo largo de todas las páginas. Hay un contraste llamativo entre el silencio que envolvía a su padre (o en el silencio que había entre padre e hija, incluso cuando estaban solos, incluso cuando ella era muy niña y él le preparaba el desayuno a solas en la cocina, a las 6.45, con la luz de la campana…) y el chorro incontenible de palabras que su desaparición provoca, la necesidad de formular preguntas ya imposibles pero aún necesarias, el afán de explicarse a una misma y de comprender a los demás. Y, sobre todo, hay algo que casi sobresalta al lector entre la frialdad, la sequedad o la dureza de muchos y muchas de los implicados en muchos momentos (entre ellas la que lo recrea) y la desnudez con la que en el libro se cuenta todo.
Será tal vez por mi exceso de escrúpulos, pero yo mismo, al escribir esta reseña, siento que no puedo reproducir alguna de las cosas que en él se dicen, que no tengo derecho aunque estén ya publicadas y sean accesibles. Sería como profanar algo privado, porque todavía lo es. Se ha hecho público, pero sigue siendo demasiado íntimo. Los personajes no tienen derechos, pero las personas sí, y creo radicalmente que las personas reales que se convierten en personajes de novela no pierden del todo esos derechos (como no los pierden completamente los que mueren). Eider Rodríguez tiene derecho a hablar de su padre, pero yo no puedo ni citar algunas cosas, además de que no quiero vaciar aquí el libro ni chafar su lectura sobrecitando. Nadie ajeno a la familia podría añadir el menor comentario a afirmaciones suyas como que «hay un animal donde debería haber un padre» al verlo tambalearse y derrumbarse al llegar a casa tras una de sus monumentales borracheras.
«No quiero que lo que cuento en este texto confunda al posible lector de la novela: hay muchos momentos, digamos, «costumbristas», más amables, sobre todo en las épocas vacacionales en Benicásim»
Sea como sea, hay que advertir que Material de construcción asume en muchos momentos la forma de un diario, con todo lo que eso implica, y no hay que concluir, por tanto, que las anotaciones escritas determinado día, tras determinadas situaciones o sucesos, sean la opinión definitiva sobre las cosas. Y tampoco quiero que lo que cuento en este texto confunda al posible lector de la novela: hay muchos momentos, digamos, «costumbristas», más amables, y sobre todo en las épocas vacacionales en Benicásim los personajes, sin preocupaciones económicas gracias al negocio familiar al que alude el título, se comportan como si fueran criaturas de Ignacio Martínez de Pisón, sin gravedad, con cierto humor, relajadas y cercanas, hablando en confianza de las cosas, lo cual los hace también muy reconocibles: es en esos pasajes veraniegos del libro donde esa familia se parece más a las de todos. También lo dice ella con un endecasílabo perfecto: «Se acabó la sitcom que es el verano».
Rodríguez explica cómo el silencio fue su modo de responder a la inmensa y ya irreparable ausencia de amor por parte de su padre (o, sin más, a sus ausencias, y no porque ese amor no existiese sino porque él, obedeciendo al imaginario del Norte, era incapaz de manifestarse directamente, de mostrarse con naturalidad, sin cálculos, sin pudor), y al fallecer, todo es cualquier cosa menos silencio. Si al comienzo, de un modo tremendo, afirma que «estoy callada, pero grito por dentro», o que «quiero que le duela mi rechazo, pero tiene que ser un dolor privado, entre él y yo» poco antes de su muerte ya ha entendido aquello que explica la existencia de un libro tan personal: «Quiero hablar con papá. Sólo a través de la escritura puedo alcanzar el máximo grado de intimidad», apuesta que se dobla a lo bestia tras el fallecimiento: «He sentido violentamente ganas de que murieras para poder escribir sobre ti y derribar el estigma».
Detalles o destellos: 1: refiriéndose al contexto policial en el que se vivía en Rentería, Rodríguez dice algo impactante, mi párrafo favorito de la novela, sobre todo por su culminación: «Año tras año me esculpiré bajo su mirada, sus sospechas me modelarán, me convencerán de que puedo ser peligrosa, me encontraré a mí misma en cada registro, y cuando me pidan [los agentes] que me identifique sentiré la necesidad de saber quién soy». 2: Hacia el final, antes de reproducir las cartas que su padre enviaba a su madre cuando eran novios, hay una serie de declaraciones breves. Como emulando aquella, tan impresionante, que Peter Hanke dedicó a su madre en Desgracia impeorable, con aquel simple y grandioso «Era buena», Rodríguez puede decirle a su padre que «Fuiste guapo». O 3: una muestra de humor resentido, herido, todavía doloroso: «A la vuelta trae la compra. Víveres a cambio de alcohol: win-win».
Escrito originalmente en euskera y traducida al castellano por la propia Rodríguez y Lander Garro, Material de construcción es un libro estremecedor, creíble y palpitante, un pedazo de vida que quemaba y que ahora se desarrolla ante nuestros ojos, uno de esos libros cuyo autor necesita sacarse de dentro, desprenderse de él, para liberarse de algo que pesa. Dura como un cristal durante años, pero igual de quebradiza y de rota cuando llega el final, la narradora vuelca sus sentimientos, sus cuentas pendientes, sus impresiones y sus recuerdos, sabiéndose algo cruel en algunos momentos pero necesitando serlo para poder después matizar, buscar las zonas de luz, recuperar la anécdota reconfortante, agarrarse a lo vivo o a lo que de veras importa: «Me han enviado una reseña de mi libro, pero me da igual lo que diga: mi padre me ha acariciado el pelo».