THE OBJECTIVE
Eduardo Laporte

No FoMO en SS

«En Semana Santa, si no eres costalero, nazareno o confeccionas mantillas para los pasos procesionales, lo único que queda es la torrija»

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No FoMO en SS

¿Cuál es el espíritu de la Semana Santa? 

«Qué ganas tengo de que llegue SS y no hacer nada», le dije a un amigo, y él no entendió que escribía Semana Santa por sus iniciales. Vale que es italiano y algo despistado, o que la Semana Santa ha iniciado un proceso de descomposición cultural que no hay quien lo pare. ¿Cuál es el espíritu de la Semana Santa? 

Porque, así como la Navidad se paganizó, parte de su espíritu se mantiene en ese deseo de juntarse, abrazarse y hacerse regalos invisibles como si no existieran esos agravios que persisten durante el año. Nadie va a la misa del gallo, pero se conservan rituales ligados a días santos y eventos cristianoides como la cabalgata de los Reyes Magos. Sin olvidarnos del roscón, que en los últimos años ha demostrado ser un elemento sagrado y de devoción. 

Así es. En Semana Santa, si no eres costalero, nazareno o confeccionas mantillas para los pasos procesionales, lo único que queda es la torrija. Un postre tan exitoso que se ha desparramado al resto del año, como ese Turrones Vicens que abre las cuatro estaciones en pleno centro de Madrid y que asegura existir, ¡desde 1775! 

«Dicho esto, en SS se impone salir. Se lo escuché a un barbero en el barrio del Pilar. ‘Sí. Hay que irse. Donde sea. O me volveré majara»

Dicho esto, en SS se impone salir. Se lo escuché a un barbero en el barrio del Pilar: «Sí. Hay que irse. Donde sea. O me volveré majara». Di que alguien que pasa el día cortando pelos y afeitando rostros puede merecer irse bien lejos. Pero para mí, el espíritu de la Semana Santa es justo lo contrario. No salir. No viajar. No quedar. No hacer nada. Revivir los días más gratos de aquel confinamiento que habría sido un regalo de no ser por el pequeño detalle de los miles de muertos alrededor y la posibilidad de que el mundo tal y como lo conocíamos no volviera jamás. 

Porque todo ese ruido, ese hacer cosas, esa bulimia socio-gastronómico-turística, te ata a la vida, lo cual está bien, pero la Semana Santa te ofrece la oportunidad de escapar, por apenas cuatro días, de todo eso. De las servidumbres sociales, de tu familia y los grupos de WhatsApp, incluso. De la tiranía del FoMO (Fear of Missing Out, ese miedo a perderte cosas, como saben los autores de Todo a la vez en todas partes) y el ir con la lengua fuera y la frustración dentro, para concentrarte en ti mismo, que es el camino más directo y más recomendado para subir un peldaño en ese grado de conciencia y entrar en algo parecido a una trascendencia. En un bienestar interior que no se anuncia en SERViajeros. En una zona de confort de verdad y de la que no hay salir.

No hacer nada no es lo mismo que no querer hacer nada. En Gozo, de Azahara Alonso, leemos una confesión —al calor de ese instalarse en una isla tan pequeña como es Gozo, al lado de Malta—: su deseo de ser «improductiva». Me acuerdo de En defensa de los ociosos, y la defensa que hacía Stevenson de ese tiempo improductivo, pero por cuanto te permitía conocerte mejor y así hacer las cosas que uno tiene que hacer, cuando toque, bien hechas. 

Porque todos estamos llamados a hacer cosas, pequeñas o grandes. «Toda vida tiene un propósito cósmico», nos recordaba el gurú Gurdjieff. Y eso es lo que Alonso persigue; no tanto una Defensa de la vagancia, sino la oportunidad de un tiempo para pensar. Para equivocarse incluso y acertar cuando toque, porque seguramente el acierto será más certero.

Así que el único destino que recomendaría para esta Semana Santa sería el de ir al desierto. Hacerte amigo del desierto, como propone Pablo d’Ors en su libro y asociación homónima para la práctica de la meditación. 

«En la cultura tuareg se dice que Dios invento el desierto para que los hombres pudieran encontrarse consigo mismos»

En la cultura tuareg se dice que Dios invento el desierto para que los hombres pudieran encontrarse consigo mismos. En esos desiertos se puede escuchar el silencio, ofrecido por un viento que lo acompaña, lo presenta, lo niega incluso. Claro que no hace falta ir al desierto mismo, ni subirse en avión ninguno. Sentarse diez minutos en el banco de una iglesia vacía, en la que quizá construyan refugios de las astronaves interplanetarias, es suficiente. 

O incluso cantar el conmovedor Señor, por qué me has abandonado, en una iglesia de toda la vida, y romper con esa idea de descreimiento generalizado que la prensa contemporánea da por sentada, como se lamentaba Mario Colleoni con esta reflexión: 

«Me resulta muy elocuente que, de manera sistemática, la prensa cultural generalista aborde exposiciones de arte del pasado —estoy pensando en la de Guido Reni, pero es extensible a cualquiera— dando por supuesto que nadie encuentra en ellas aliento, consuelo o devoción religiosa».

Admiremos las obras de Guido Reni y abramos la puerta, tantos años cegada, que conduce al desierto. No se abre de par en par, sino que conviene derribarla con decisión. Parece imposible, pero con algo de tesón se abrirá la primera grieta, la misma a la que alude Leonard Cohen, que también estuvo en el desierto, en uno de sus himnos.

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