Dragó y la derecha punki
«Aquí, salvo honrosas excepciones, se escribe para epatar, emocionar, entretener o reafirmar al lector y, en última instancia, hacer dinero y servir al que manda»
Cada vez que muere alguien famoso, se desata una competición de reseñas donde el difunto es poco más que un pretexto. Estas reseñas son como los selfies, donde lo de menos es el monumento, el paisaje o el lugar paradisíaco en el que nos hacemos la foto. Lo importante somos nosotros. Lo que aparece al fondo es, si acaso, una excusa para exhibirnos.
Así que si usted, querido lector, pretende averiguar quién fue realmente fulano o mengano mediante los alardes literarios del momento, olvídese. En esta España de pobres con hambre de reconocimiento, nadie va a perder el tiempo haciendo una cabal semblanza del difunto. Eso no resulta ni entretenido ni rentable. Aquí, salvo honrosas excepciones, no se escribe para cultivar la mente; mucho menos para venerar la verdad. Se escribe para epatar, emocionar, entretener, divertir o reafirmar al lector y, en última instancia, hacer dinero y servir al que manda.
Así, excepciones al margen, no es de extrañar que Josep Piqué acabe siendo retratado como un Pericles, lo que es excesivo incluso para un hombre tan inteligente como él, dicho sea con todos los respetos, o que Fernando Sánchez Dragó acabe convertido en la quintaesencia del ácrata.
No puedo evitar preguntarme cómo es posible que, teniendo personajes tan épicos, y por más que el fatalismo nos embargue, los españoles no levantemos cabeza, aunque solo sea unos milímetros. Los anglosajones con personajes de mucho menos fuste, y aun a pesar de estar enfermos de wokismo, dominan el mundo. Así que o bien algo falla en nuestros campeones nacionales, o bien algo falla en nuestro sentido de la épica.
La respuesta a esta incógnita no es ninguna conspiración. La bastante más simple. La clave nos la da, aun a su pesar, un tal Francisco Javier Santas, más conocido como Hughes, cuando afirma que Dragó acabó refugiándose en un determinado medio porque los demás le habían sido vedados. Y he aquí el quid de la cuestión: España como ecosistema de refugios y refugiados, de escritores, pseudo intelectuales y filósofos, articulistas y periodistas acostumbrados a vivir a la sombra de un caballo blanco, de un partido, bando o facción que los sostiene, que les asegura la nómina. Y al que, claro está, han de servir. Porque el que paga manda.
«Mucha pose antisistema, pero sin soldada aquí nadie pega un tiro»
De todo lo que escribió Hughes sobre Dragó, lo único auténtico, sin envolver en la metáfora o en una psicodelia cogida por los pelos, es esta verdad del refugiado, de la dependencia y el entreguismo patrio. Ese mamar de la ubre y cuando se seca, buscar la siguiente. Mucho sarcasmo con los liberalios y el «liberalismo todo mal» porque es insoportablemente materialista, pero resulta que el materialismo lo llevamos todos a flor de piel. Quiero decir que muchos valores y guerrillas culturales, mucha pose antisistema, pero sin soldada aquí nadie pega un tiro.
Yo no conocía a Dragó ni tenía una opinión formada sobre él. Según me cuentan, era un tipo simpático. Y seguramente, de haberle tratado, me lo habría parecido a mí también. Desde luego, tenía personalidad. Es innegable. Y esto lo respeto. Sin embargo, hay tres cosas que en su día me hicieron desconfiar de su intelecto. La primera fue afirmar que Claudio Magris se la cogía con papel de fumar. La segunda, su devoción por el libro La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler. Y la tercera, su aversión por los avances científicos.
Diría que Dragó era un exponente castizo y simpático del milenarismo occidental, de ese nos vamos a la mierda que desde la derecha y la izquierda profetizan a todas horas, y luego se sorprenden de que los jóvenes estén cada vez más deprimidos. En lo que respecta exclusivamente a España, Dragó representa el barroquismo anumérico que hace tiempo nos arrojó a los pies de los caballos. Ese que inventen otros que ha acabado en lamentos y envidias hacia el inevitable liderazgo forastero.
Lo cierto es que Dragó era un tipo simpático pero, sobre todo, listo, que supo sacarle a la vida el jugo y el dinero. No se puede decir lo mismo de numerosos integrantes de la derecha pretendidamente punki a la que acabó arrimándose… O tal vez sí. Porque si los analizamos de cerca, quizá descubramos que su guerra cultural es un negocio. De otra forma no se explica que sean ciegos y sordos a cualquier explicación o argumento que ponga en cuestión sus relatos perfectamente redonditos. Al fin y al cabo, si de verdad les preocupara el destino de los españoles, se preguntarían, como José Carlos Rodríguez ha hecho en este mismo medio, por qué pudimos ser como Irlanda y no hemos querido, es decir, por qué nos hemos empeñado en ser miserablemente pobres y después, en el colmo del cinismo, hemos atribuido el éxito innegable de este lamentable empeño al liberalismo, al capitalismo y al imperio americano.