Qué fuerte lo que ha dicho Vaquerizo
«Está calando la idea de que para hablar de algo, más que conocerlo, hay que identificarse con ello. La autopercepción es elevada a la categoría de mérito»
Dice Almodóvar en la magnífica entrevista que le ha hecho Maite Rico que «es un hecho que hay menos libertad ahora que en los 80». Que hay «una verdadera dictadura de lo políticamente correcto», añade.
Llevo dándole a refrescar en Twitter a ver cuándo se arma la de las Navas de Tolosa, pero nada. Me esperaba yo salseo porque cuando el que lo dijo fue Mario Vaquerizo en el programa de Paz Padilla se montó un pitote bonito de ver. Incluso Jorge Javier Vázquez, símbolo de esa nueva intelectualidad (no era risa, es que he tosido) que arropa al invento con gaseosa (y ternura) de Yolanda Díaz, le dedicó una entrada en su blog. Un blog, para la muchachada lo explico, es, a la primera década del siglo XXI, lo que a la segunda los podcast y a la tercera los tiktok. Es como la prehistoria de los influencers, para que se entienda. Pues Jorge Javier Vázquez, digo, le dedicó unos párrafos indignados. «Alaska y Mario, la gran decepción», titulaba el pensador su deposición.
Almodóvar, sin embargo, no le ha decepcionado. A lo mejor es que nunca le admiró, que podría ser, y por lo tanto era complicado desencantarse. O podría tener algo que ver que Alaska colabore en el programa de Jiménez Losantos y Vaquerizo participara en una publicidad de la Comunidad de Madrid mientras el cineasta con quien se codea es con los Bardem (tan de izquierdas, tan concienciados, tan de los Ere). Y, claro, el simpatizar con la ultraderecha (todo lo que queda a la derecha de «el espacio a la izquierda de la izquierda», es ultraderecha) y loar boniteces del infierno madrileño (26 infernales años, recuerden, según reputados abajofirmantes sufridores de incontables penurias) no es bonito. Es más, es moralmente reprochable en los más severos términos. Piedad Cero.
«Aquí lo determinante, lo importante, ya no es lo que se dice, sino quién lo dice»
Pero Almódovar es otra historia. Él sí puede decirlo sin provocar alharacas porque le avala la probidad del que escora a babor. Por favor, que su última película era un catálogo de causas justas, señora. Más cerca del publirreportaje preelectoral de Podemos que del entretenimiento audiovisual, más de la Agenda 2030 que de la cartelera de cine, más de la reprimenda que del divertimento.
Díganme un minuto del metraje y les digo la causa justa que protagoniza la escena: les reto. Además, atesora en su persona varios identitarismos: homosexual, oriundo de la España vacía, entradito en carnes… Cualquiera le ladra. Ojo que esa frase, en puridad, no es opinión: es crónica. Descriptiva más que calificativa. No se me echen las manos a la cabeza, espantados, y me acusen de negacionista de lo que sea, que es el último argumento irrefutable del zanjador de debates por sus huevos morenos, esa figura tan posmoderna. Lo que quiero constatar, voy concluyendo, es que aquí lo determinante, lo importante, ya no es lo que se dice, sino quién lo dice.
Está calando la idea en la conversación pública de que para hablar de algo, más que conocerlo, hay que identificarse con ello. Algo tan subjetivo como la autopercepción es elevado a categoría de mérito. Y digo autopercepción porque no basta con serlo: de serlo, hay que serlo bien. Pero sentirlo ya es nivel ninja de autoridad. Y así nos encontramos con que para hablar de cualquier asunto que tenga que ver con lo trans hay que ser trans, para hablar de gordos (o de cuerpos no heteronormativos) hay que serlo, para hablar de las mujeres hay que ser mujer (serlo bien, insisto, que el feminismo no es de todas, bonita).
Vivo sin vivir en mí pensando en el futuro que les espera a los animalistas. El capitalismo moral se nos va de las manos. No quiero ponerme tremenda, pero la emoción está acabando con la verdad.