Sobre la negritud de Cleopatra
«Al espectador no debe sorprenderle un Cid Campeador negro, sino lo que la negritud de este supone en unas circunstancias narrativas concretas»
Llevamos unas cuantas generaciones pasándonos, en la ficción, el rigor histórico por el arco del triunfo. No me parece mala cosa. Estos ojos que algún día se comerá la tierra han visto cómo Ana Bolena o Judas Iscariote eran interpretados por actores de raza negra. Han visto también cómo era un actor más blanco que la toalla de un hotel quien se hacía con el papel del Príncipe de Persia o del mismísimo Moisés. Cartago ha sido una ciudad de fantasmas, Babilonia un pueblo alienígena y Alejandría un asentamiento del Lejano Oeste americano. No me importa, insisto. La ficción es un pacto con el consumidor de novelas, series o películas, donde este último debe ser sorprendido por cartas marcadas. Dicho de otro modo, al espectador no debe sorprenderle un Cid Campeador negro, sino lo que la negritud de este supone en unas circunstancias narrativas concretas.
Ahora bien, una cosa es que la ficción lo soporte todo, y otro es que la estructura histórica quede modificada por modas presentistas, por una corriente ética contemporánea específica. En estos tiempos en los que tan difícil resulta separar la ficción de la realidad, en estos tiempos en los que los creadores son reprendidos por expresar en sus obras escenas que van contra la escala moral dominante, en estos tiempos en los que las propias obras son prohibidas por reflejar tal o cual actitud no aceptada por los defensores de la honradez pretérita, era cuestión de tiempo que esa falta de rigor histórico en la ficción se convirtiese en certezas maniqueas aquí, a este lado de la realidad.
«La cuestión es que Cleopatra terminará siendo negra en la ficción, y probablemente negra en las conciencias históricas de millones de espectadores afines al régimen dominante»
Es lo que está ocurriendo con la Cleopatra negra que está cerca de aparecer en el catálogo de Netflix. Se tratará de una miniserie dirigida por la actriz y productora estadounidense Jada Pinkett Smith, que cumple los sueños wokistas americanos de convertir a la mítica reina de Egipto en un personaje de la raza históricamente oprimida. Lo malo es que, claro, Cleopatra no era negra. Ya saben, la reina fue descendiente de la familia ptolemaica, provenientes de la Macedonia de Alejandro Magno, y la única certeza es que en los habitantes de aquel Egipto que empezaba a declinar bajo la sombra del occidente romano predominaba, fíjense que cosa tan pedestre, tan simple, más o menos el mismo tipo racial que puede ver hoy cualquiera paseando por El Cairo. Es decir, mestizos bajo el influjo de persas, griegos, romanos, africanos, etc. Pero aquí se ha de ser, nunca mejor dicho, blanco o negro. Mueran los grises.
La cuestión es que Cleopatra terminará siendo negra en la ficción, y probablemente negra en las conciencias históricas de millones de espectadores afines al régimen dominante. Y caigan las estatuas de Julio César o de Marco Antonio, repugnantes machistas, opresores blancos de Occidente. Y caiga Augusto, que no pinta nada, pero pasaba por allí. Y arda Roma, símbolo del imperialismo tan odiado. Y quemen los textos de Virgilio, Séneca y Marco Aurelio. En fin, decía Camilo José Cela que hay tres historias: la mía, la de ellos y la real. Mucho me temo que se impondrá, como siempre, la segunda.