Hoja caduca
«Las leyes son fines en sí mismas y sólo vale la exposición de motivos. Sus efectos son un asunto engorroso que se gestiona como todo, como crisis comunicativas»
Esta semana se ha hablado de hojas y de calor. Por lo visto, en Madrid hay poco árbol, y los que hay tienen pocas hojas. El progresista es un individuo que cree que los árboles no echan hoja si el gobierno no toma cartas en el asunto. Y el gobierno tienen que ser ellos, claro. Más Madrid propone un Comisionado del Calor y un Tinder público -al rato salió una Alejandra Jacinto, de la otra familia del ramo, a proponer también un Glovo estatal, no sé si con funcionarios del grupo C pedaleando con el mochilón a cuestas-. Debe de ser lo del Estado emprendedor de Mazzucato pasado por el filtro de los Teletubbies. Se da también el pequeño detalle de que ya hay una central pública de reparto, Correos, y el año pasado perdió unos 200 millones de euros bajo el glorioso liderazgo del antiguo capataz del gabinete de Sánchez. Ah, y Roberto Sotomayor, que fue compañero mío de clase y es la viva imagen del Tigre de Chamberí, propone el «derecho a refrescarse» por ley.
Hay leyes para todo. Por ejemplo, una ley para que las empresas tengan que atender tu llamada en tres minutos. La administración, sin embargo, no tiene porqué atenderte, ni en tres minutos ni en tres años ni nunca. Todo es hojarasca legislativa, por no decir basura. Se confirma la contrarreforma del sí es sí tras un millar de reducciones de condena; y llega al relevo la ley de vivienda, que promete empantanar lo que quedaba del mercado de alquiler.
«La idea de rendición de cuentas parece haberse evaporado»
Da lo mismo, porque las leyes son fines en sí mismas, y sólo vale la exposición de motivos. Ahí está el giro lingüístico, la literatura fundamental de nuestro tiempo: tiempo de simulacro. Los efectos de la ley ya son un asunto engorroso que se gestiona como todo lo demás, como crisis meramente comunicativas. El Parlamento convertido en kindergarten para aparcar a luminarias como Baldoví, que el otro día comparaba a la Sagrada Familia con okupas «en Egipto». Da lo mismo porque la idea de rendición de cuentas parece haberse evaporado después de las efusiones de la última década. Así, se puede ser alcaldesa dos mandatos, ya veremos si tres, cuando la única puñetera cosa que venías a arreglar no ha hecho más que empeorar. Simulacros y hojarasca.
España viene perdiendo capacidad estatal desde hace tiempo, y la cosa parece en caída libre desde el covid, justo cuando las narrativas de intervención pública se han disparado. Porque se trata siempre de eso, de narrativas. La administración tiene que hacer cuatro, cinco, diez cosas, y en España esas cosas no parece que las haga del todo bien, y algunas cada vez peor. Pero nos van a gestionar la felicidad, la salud mental y el fresquito. En Cataluña, en los buenos días del procés -«No os preocupéis por el día después y dejadnos a nosotros los académicos, que somos los que sabemos de construir Estados», decía por entonces una académica catalana, académica, catalana- prometían un país con tarta para todos. Aquí de momento nos prometen follaje y agüita, que ya está bien.