Recuerdos de Enver Hoxha
«El libro de la albanesa Lea Yepi ‘Libre. El desafío de crecer en el fin de la historia’ recrea un pasado y al tiempo dice sobre él la última palabra, se erige en lápida»
Dos veces he estado en Albania, que durante la Guerra Fría fue, después de la Rusia de Stalin, el país europeo sometido a un régimen más cruel y a un tirano más implacable, Enver Hoxha. La primera vez fue en 1990. Habían pasado cinco años de la muerte de Hoxha, había caído el muro de Berlín, y el régimen comunista, entonces en demorada transición a la democracia y el capitalismo, invitó a algunos periodistas a visitar Tirana, la capital. Españoles éramos sólo dos: Hermann Tertsch, corresponsal volante de El País, y yo, corresponsal del Abc. Estuve allí, enredando, muy pocos días. Hablé con algunos señores a los que les costaba vencer el miedo y manifestarse libremente, parecían asustados, miraban por encima del hombro para asegurarse de que nadie nos escuchaba, respondían a mis preguntas con mil circunloquios, caían en largos silencios, como si se les escaparan las palabras en inglés cuando en realidad eran ellos los que se escapaban de la conversación, en la que al mismo tiempo querían permanecer, profundizar.
Era fácil comprender que todavía el país estaba en manos de la policía secreta y de los delatores. Entonces no pude hablar, ni siquiera saber de la existencia del gran escritor Bashkim Shehu, porque en aquellos días seguía en la cárcel. Años después le conocería en Barcelona, adonde llegó como refugiado y donde se quedó a vivir. Ahora tiene cuatro hijos, es una celebridad en su tierra, y un autor bien conocido en otros países, pero a nuestra lengua sólo se han traducido tres libros, hace ya algunos años: Confesión junto a una tumba vacía, El último viaje de Ago Ymeri y Angelus Novus. He podido leer en francés algunas otras cosas suyas, invariablemente excelentes.
Volviendo a Tirana 1990: en una librería para extranjeros, en el bulevar de los Héroes del Socialismo, vi traducida, al francés y al inglés, la obra completa de sólo dos autores. Enver Hoxha, que además de asesino sin escrúpulos era aficionado a la lectura (como Stalin, por cierto) y un prolífico escritor, y la del novelista Ismail Kadaré, que era la gloria nacional, traducido en todas partes (también están en español sus libros, en Alianza). Kadaré en aquellos días estaba invitado en París por la Feria del Libro. Allí le entrevistaron en la radio, y aprovechó para denostar al Gobierno comunista, anunció que no pensaba volver a Albania, pediría asilo político y se quedaría en Francia como exiliado. Esto tuvo un efecto político tremendo en Tirana: a diferencia de aquí, allí importaba, incluso demasiado, lo que dijese un novelista. Por eso al circular la noticia de las declaraciones de Kadaré nos echaron a todos los periodistas extranjeros, y con carácter de urgencia. Como indignarme y protestar hubiera sido inútil, preferí tomármelo como un blasón. Hice el equipaje y me volví al aeropuerto. Al poco tiempo caía el Gobierno y empezaba de verdad la atormentada, agónica transición política y económica.
«El país atraviesa grandes dificultades económicas, pero por lo menos la atmósfera de miedo se ha despejado»
Volví hace pocos años, antes de la pandemia. Esta vez no me expulsaron, sino que me llevaron a pronunciar una conferencia. ¡Cuánto ha cambiado el país! Atraviesa grandes dificultades económicas, pero por lo menos la atmósfera de miedo se ha despejado. La gente me hablaba en la calle, con curiosidad.
Los tiempos de aquella primera visita los recrea la profesora de la London School of Economics Lea Ypi en su autobiografía Libre. El desafío de crecer en el fin de la historia. El libro acaba de publicarlo Anagrama, tiene una gran difusión y mucho éxito internacional. La verdad es que, aunque como texto literario tiene algunos perfiles débiles, y ciertos aspectos del discurso quedan sin aclararse, he disfrutado mucho leyéndolo, disfrutado, sí, como cuando se vuelve a una casa casi olvidada, con su reconstrucción de los últimos años de aquel régimen de pesadilla visto por los ojos de una niña feliz; niña descendiente, sin saberlo, de una familia masacrada y continuadamente amenazada por culpa de antepasados socialistas que Hoxha consideraba un peligro para su dictadura; niña a la que sus padres le ocultan la verdad, y dicen que un pariente que se ha suicidado en la cárcel «ha abandonado voluntariamente la universidad», para que no se vaya de la lengua en público y comprometa a los supervivientes de la familia, siempre expuestos a otra purga.
Algunos detalles de la vida cotidiana –como por ejemplo, lo mucho que los niños apreciaban poseer envoltorios de pastillas de chicle, o lo valiosa que era para los adultos una lata vacía de Coca-Cola, hasta el extremo de pelearse la madre de la autora con su querida vecina por la posesión de tan distinguido objeto decorativo— son de una plasticidad elocuente. Como pasa con algunos libros, al tiempo que recrean un pasado dicen sobre él la última palabra, se constituyen en lápida. Por eso está bien que Libres concluya con esta frase: «Dije adiós a mi padre y a mi abuela mientras el barco se alejaba de la costa rumbo a Italia navegando sobre miles de cadáveres de ahogados, de cuerpos que un día albergaron almas más esperanzadas que la mía, pero que tuvieron un destino menos afortunado», y a renglón seguido esta acotación final y ciertamente lapidaria: «Nunca he regresado». Es que, como dicen tantas canciones, no se regresa nunca, no es posible.