'Mibardesiempre'
«Yo no necesito habitación propia, necesito un bar de confianza. Somos animales de costumbres y tener uno es como tener un espacio seguro»
Yo soy de escribir en los bares, creo que ya lo he contado alguna vez. Me gusta sentarme en la mesa del fondo, mirando a la puerta, pedirme un café con leche y teclear. A veces transcribo una entrevista, a veces escribo una columna. Otras tengo una crónica entre manos. Mando mails, hago llamadas, contesto whatsapps. El bar es mi oficina y su ajetreo me gusta. Eso hace que, en todas las ciudades a las que suelo ir con cierta frecuencia, tenga un Mibardesiempre. Porque los que escribimos en los bares somos gente leal: si encontramos un bar con un café aceptable (ni siquiera manifiestamente bueno, mucho menos excelente), un camarero diligente (amable pero no intrusivo, simpático ma non troppo), con wifi (por favor), cerca de casa (no conduzco y debo optimizar el tiempo) y con una cómoda mesa al fondo (si es con ventana, mejor), lo nuestro será para siempre. Yo soy muy fiel a mis bares de siempre, como una esposa católica practicante y enamorada hasta las trancas desde la infancia. Pero Mibardesiempre en Madrid ha cerrado y me siento huérfana. Lo ha hecho así, sin avisar. Sin consultarme ni tener en cuenta mi opinión. Sin un simple «no eres tú, soy yo», ni un «necesito tiempo». Nada. Ha cerrado.
Ahora tengo que encontrar un nuevo Mibardesiempre y ese proceso me crea mucho desasosiego. En esta búsqueda de Minuevobardesiempre en la que me encuentro inmersa he descubierto que está de moda no dejar utilizar el portátil en los bares. Entras en un bar que promete, pides un café o una caña, según la hora, y la camarera te mira con hostilidad, indicándote que allí no se admiten portátiles (perros sí), que lo guardes. Como si te hubieses sacado la chorra en lugar de tu herramienta de trabajo. Ni me tomo el café: lo pago y me voy, porque quien no quiere a mi portátil no me quiere a mí. Esto es así.
«Desconoce que la gente que escribe en los bares somos gente educada y con tarjeta de crédito»
En mi inmensa benevolencia y mientras me alejo, aplico la más indulgente y caritativa de mis interpretaciones a su actitud. Supongo que es una decisión de su jefe, no de ella. Y también que desconoce que la gente que escribe en los bares somos gente educada y con tarjeta de crédito. Gente que puede, perfectamente y en una sola mañana, tomar mientras escribe cuatro cafés, un croissant, dos cañas y un pincho de tortilla. Y que van a pasar a saludarnos varias personas, porque saben que para hablar con nosotros es más fácil venir a nuestro Mibardesiempre que llamarnos. Que se sentarán un rato y también se tomarán algo. Todo eso sin molestar. No tiene ni idea de que, si estamos a gusto, volveremos al día siguiente. Y al otro, y al otro. Porque somos animales de costumbres y tener nuestro Mibardesiempre es como tener un espacio seguro. Yo no necesito habitación propia, necesito un bar de confianza. Eso son muchos cafés y muchas cañas. Y muchos pinchos de tortilla, y muchas tostadas.
Y acabaremos llamándonos por nuestro nombre, y nos preocuparemos cuando su hijo se ponga malo, y llevaremos las tazas vacías a la barra para ahorrarle un viaje, y nunca iremos al baño cuando acabe de fregar. Y al final, cuando entre por la puerta, ya sabrá si ese día tengo mucho o poco trabajo, si he dormido bien, sabrá hasta lo que quiero tomar antes que yo misma, y me lo pondrá sin preguntarme. Y yo me lo tomaré sin rechistar porque estoy segura de que, si acaba convirtiéndose en mi camarera de siempre, sabrá mejor que yo lo que quiero en ese momento. Pero no. Eso no pasará. Porque ahora está de moda no querer ser el Mibardesiempre de nadie. Por lo que sea. Y yo ando vagando por las calles, arrastrando los pies, buscando uno que nos haga ojitos a mi ordenador y a mí y nos permita instalarnos en su mesa del fondo y observar desde allí cómo pasan las horas, y las gentes, y teclear. Acepto sugerencias. Preséntenme bares. Esto es horrible: prefiero que me deje un novio a que me cierren un bar.