Ignominia y humillación
«Las listas de Bildu son una señal de la claudicación moral y ética de lo que está dispuesto a aceptar nuestro presidente, que solo gobierna por la permanencia»
Tengo grabada en la memoria una escena ocurrida el 23 de agosto de 1991 cuando Borís Yeltsin humilló públicamente al aún todopoderoso presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov. La fuerza de la imagen cuando Yeltsin obligó a Gorbachov a leer en la tribuna un documento que revelaba el apoyo a la junta golpista de todo el Gobierno soviético nombrado por el propio Gorbachov fue atronadora, rozaba el esperpento, pero, sobre todo, visualizaba la dependencia y sumisión de un personaje sobre otro, la humillación fue evidente, era un acto público de ignominia, pero, sobre todo, era un espectáculo de poder.
Este tipo de espectáculos públicos son mensajes, son formas poco elegantes de visualizar la sumisión de un actor frente a otro. En nuestro territorio patrio tenemos a un presidente del Gobierno obsesionado por la permanencia, aunque el precio para ello parece no importarle. Tiene un ejército de abnegados cínicos siempre dispuestos a justificarlo todo, empezando por el Gran Iniciador del ciclo populista en nuestro país. Naturalmente, estoy hablando de Rodríguez Zapatero. La lógica justificadora subyacente del sometimiento a los filoetarras es que parece que tengamos que agradecer que no matan. No importa el no arrepentimiento, el dolor, su derrota, solo cuenta que son socios necesarios para los que parecen alentar (como mínimo) la demolición de la democracia del 78.
Si unimos el narcisismo mesiánico de Sánchez y los proyectos chavistas de Zapatero, nos encontramos con un escenario en el que el presidente del Gobierno, nuestro presidente, es capaz de lamentar en sede parlamentaria la muerte en prisión de un etarra condenado. Tenemos a un presidente dispuesto a ceder todo con lograr un día más, un mes más, un año más con el que lograr pasar a la historia. Por desgracia, efectivamente puede pasar a la historia, pero no precisamente por lo que él cree. La historia es tozuda, por mucho que intentes escudarte tras la retórica populista-buenista, la realidad es la realidad.
Esa realidad se ha encarnado en las listas de los de Bildu. Es una humillación sin paliativos a Sánchez, a todo el país, a todos los que lucharon contra la plaga terrorista, a todos los que dieron su vida por nuestra democracia. Pero, sobre todo, es una señal de la claudicación moral y ética de lo que está dispuesto a aceptar nuestro presidente. Es una señal de la debilidad de un Gobierno que solo gobierna por la permanencia. El precio lo estamos viendo, Bildu humilla a Sánchez en este esperpento público. Sabedor de su dependencia para seguir gobernando, le viene a decir: «Hacemos lo que queremos, cuando queremos, como queremos» y tú solo puedes tragar, callar y balbucear alguna excusa que solo sirve para insultar la inteligencia de cualquiera.
«La democracia sin moral, sin memoria, sin justicia, no es democracia, es otra cosa. Se convierte en una jungla relativista»
Para los muñidores de excusas, para los campeones de la justificación, para todos aquellos que creen que, por el mero hecho de dejar de matar, hay que olvidar, hay que dejarles que monopolicen el relato, hay que dejar que se rearmen (por ahora, solo políticamente), pero me gustaría hacer alguna reflexión. La democracia sin moral, sin memoria, sin justicia, no es democracia, es otra cosa. Básicamente se convierte en una jungla relativista donde todo lo imperante cabe, donde la inversión de la moral es el signo de identidad. Una sociedad democrática no puede tolerar una ignominia tras otra como las que estamos viviendo.
Este relativismo moral de la izquierda populista debería enfrentarse a sus propios dilemas éticos. Partamos de esa máxima zapateril y sanchista que dice que los terroristas, como han dejado de matar, pueden hacer política, incluidos aquellos con las manos manchadas de sangre o aquellos que colaboraron para que otros se manchasen de sangre (por cierto, véase el cinismo, porque los etarras solo dejaron de matar cuando fueron derrotados por las fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia). Con esta máxima voy a plantear el dilema, a ver qué dirían los amigos de la mentira y la tergiversación.
¿Qué dirían si un país como la Alemania de posguerra hubiese aceptado que todos aquellos nazis que mataron torturaron e hicieron desaparecer a multitud de personas, como dejaron de matar, por el mero hecho de dejar de matar (porque también fueron derrotados) hubiesen ido en listas electorales, se hubiesen convertido en, digamos, concejales de poblaciones en las que perpetraron sus crímenes? Imagino que ya sabrán la respuesta. Me atacarán acusándome de banalización, de desinformación o cosas peores, pero ese es el nerviosismo de quien se ve reflejado en el espejo. Un criminal es un criminal. Alguien que ha matado por una ideología debería ser apartado para siempre de la política. Un presidente del Gobierno en ningún caso debería pactar y blanquear a los que jaleaban a los asesinos. Tener que escribir esto, algo tan básico, debería hacer sonrojar a cualquier demócrata.