Dos veces cero a cuatro en la Copa de Europa
«Creo que he logrado ver las victorias y derrotas ajenas desde una posición ática gracias a la lección que me enseñaron, a palos, en Atenas, los malditos milaneses»
El pasado miércoles cerré resueltamente el libro (de Wittgenstein) que estaba leyendo y me fui a casa de un amigo a ver por la tele el partido del City contra el Real Madrid.
Pensando con estricta lógica, teniendo en cuenta el penoso papel que el Madrid ha hecho en la Liga, y las lesiones de Benzema, y el carácter agónico del previo empate en casa, y la evidencia de que, aunque el año pasado ganó, este año su plantilla estaba saciada de triunfos y desajustada, mientras que la del City se ha reforzado sensiblemente e iba sobrada de ganas de revancha, preví que en Manchester el Madrid sería arrollado (sí, sé que es fácil decirlo a toro pasado).
Pero las victorias de los merengues en la Copa de Europa del año pasado fueron tan asombrosas, tan propias de las diabluras de tik tok, tan irreales e increíbles, que pensé que a lo mejor tenían razón esos diez mil periodistas que han desperdiciado hectolitros de tinta hablando del fabuloso e imperial «destino europeo» que, como una fatalidad, empuja a la victoria al equipo de sus corazones. Quizá estaban en lo cierto tantos chifladitos, y si ahora se producía otro triunfo milagroso del Real Madrid, yo no quería perdérmelo.
Hice una especie de precalentamiento asistiendo, en la calle Nicasio Gallego, al debate (más bien tertulia) entre cuatro periodistas aficionados al fútbol: un merengue, Hughes (fino columnista y director del suplemento cultural Ideas), y tres colchoneros: Tomás Cuesta (el periodista inteligentísimo que me llevó a Abc, donde reinventó, con un triunfo formidable, la revista Blanco y Negro, luego cofundó La Razón y ahora habla en Es Radio); Juan Antonio Fúster, editor de La Gaceta; y Luis Montero Trénor, coordinador del ISSEP y autor de una apología del fútbol, Tú querías ser Juanito…, ed. Homo legens.
Los cuatro glosaron a los autores más literarios que a lo largo de las últimas décadas se han apasionado por el fútbol. Ahora no me voy a detener en repetirlos, véalos el lector, si quiere, en el artículo del gran narrador Patricio Pron en Jot Down «La literatura del fútbol», accesible gratis en la red.
Encomiaron el valor educativo del deporte de equipo, el sentido de pertenencia que aporta a los aficionados, especialmente a los niños faltos de referencias épicas, la escuela de valores que encarna y que están supuestamente desapareciendo, etc.
«Según iban cayendo los goles del City con regularidad de metrónomo me mantuve impertérrito»
Pensé que, galvanizado por sus nobles discursos y por esos valores que encomiaban, podría, a la noche siguiente, asistir con serenidad de monje zen a la segura debacle del Real Madrid. Y en efecto, a la noche siguiente, según iban cayendo los goles del City con regularidad de metrónomo, inapelables, me mantuve tan impertérrito que a los ojos de mi anfitrión, al que poco le faltaba para el infarto, pude pasar por indiferente.
Pero no era eso. Es que no me venía de nuevas una tan aplastante derrota.
Ya que viví otra igual, y para mí mucho más dolorosa, hace 20 años, estando en Atenas, en una final de la Copa de Europa en la que el Milan le dio un pavoroso baño al Barcelona, y que supuso el final de quien era entonces mi elegantísimo ídolo, Cruyff, alias El profeta del gol, como entrenador del Barça.
Desde entonces, estoy cauterizado. Soy Marco Aurelio, el emperador estoico. El miércoles pasado, en casa de mi amigo merengón, iba viendo la penosa impotencia de los jugadores del Real Madrid, la inexorable caída de los goles adversos… y nada me afectaba, todo me parecía un dejà vu.
Recordé que 20 años atrás, en Atenas, el público estaba dividido, a partes iguales, y en graderías opuestas, entre los aficionados de uno y otro equipo. La hinchada barcelonesa era, al principio, mucho más ruidosa; la milanesa estaba asustada, encogida, silenciosa.
Fue un claro y suave anochecer de primavera. Nosotros estábamos totalmente seguros de ganar. Cuando el Barça, el Barça de Cruyff, que venía de arrasar en la Liga, encajó el primer gol, nuestra hinchada, furiosa, se puso a corear: «¡Milan, Milan, vaffanculo!».
«El mago Cruyff había de repente perdido su fabulosa magia, su aura invencible»
Jugaba como central en el Milan un negrazo de envergadura descomunal, llamado Desailly, que se llevaba con autoridad inapelable todas las pelotas divididas, y con tanta comodidad y sencillez y como en éxtasis victorioso, que me puse a pensar que tal vez jugaba, como todos sus compañeros del Milan, drogado hasta las cejas. El caso es que, con o sin drogas, no hubo color. El Barcelona no hilvanaba ni una triste jugada. El mago Cruyff había de repente perdido su fabulosa magia, su aura invencible.
Cuando nos metieron el segundo gol, nuestra hinchada, todavía animosa contra toda evidencia, y acostumbrada a remontadas gloriosas y a triunfos heroicos al filo del reloj, se puso a corear: «Este partido / lo vamos a ganar». Nos fuimos al descanso en la convicción de que en la segunda parte las tornas cambiarían. Seguro que Johan se guardaba un as en la manga. Remontaríamos el 0-2.
Pero dos minutos después de la reanudación del partido, cuando Savicevic marcó el aplastante 3 a 0, la multitud culé enmudeció, ahora en el estadio no se oía ni la caída de un papel al suelo, ni el aliento de la respiración de un hincha asmático… y recuerdo que tras un minuto de silencio absoluto, terrorífico, se alzó, de la grada de enfrente, como la ola de un estruendoso maremoto, un rugido terrorífico, avasallador: la afición del Milan no sé qué gritaba y empujaba a su equipo al cuarto gol, que marcó, precisamente, Desailly…
En aquel Barça arrollado por el Milan militaba Guardiola, que precisamente el miércoles, recordando la traumática «final de Atenas», debió de disfrutar aún más de la victoria de sus jugadores por cuatro a cero contra el antes temible Real Madrid. Me alegro por él. En cuanto a mí, quiero creer que ya he logrado ver estas cosas de las victorias y derrotas ajenas desde una posición ática, una distancia jungeriana, gracias, precisamente, a la lección que me enseñaron, a palos, en Atenas, los malditos milaneses.
Quizá el otro día, cuando hablaban de los valores formativos del fútbol, tenían razón Cuesta, Hugues et alii…