Sumas que restan
«El programa social de la izquierda sigue bajo mínimos, mientras se apuesta por el blindaje del desbarajuste confederal y del particularismo identitario»
El 23 de abril de 2023, en una entrevista en la sección Vidas cruzadas en THE OBJECTIVE, Elizabeth Duval daba su opinión sobre el lanzamiento de la Plataforma Sumar, el proyecto político de la ministra Yolanda Díaz. En una de sus respuestas ya se avecinaba el contenido programático que hemos conocido algunos días después: desbordar el marco del autonomismo y reconocer la pluralidad nacional de España. Nada especialmente distinto a lo que viene caracterizando a otras formaciones políticas de nuestra izquierda oficial en las últimas décadas. Recuperemos las palabras de la ensayista, interesantes a la hora de encontrar reproducida la clásica justificación descentralizadora:
«En primer lugar, por cómo está constituida España, es muy difícil que un movimiento de izquierda jacobina tenga realmente una cantidad de votantes suficientes como para ser electoralmente relevante. Y lo digo habiendo estudiado en Francia y teniendo cierta tendencia francófila de espíritu, que hace que también tenga cierta tendencia jacobina. (…). Insisto en que las singularidades territoriales en España hacen difícil un planteamiento como ese. En Francia ha habido un proceso de uniformización del Estado y de uniformización de un relato nacional que pasa por la educación nacional pública a finales del siglo XIX. Es una educación que construye franceses. En cambio, en España no hubo una unificación de la educación que construyera ciudadanos de España. Esto hace que en España cualquier propuesta de recentralización sea prácticamente imposible. Por ejemplo, en el momento actual, si propusieras la eliminación del cupo vasco, lo que tendrías sería una fuerza del movimiento independentista vasco como nunca la has tenido antes».
El hecho diferencial español vuelve una y otra vez a amordazar el imaginario colectivo del progresismo oficial, a modo de condena secular para nuestro país. De alguna forma, quizás sin pretenderlo, representantes de la izquierda hegemónica española incurren en el viejo vicio de asimilación franquista, reproduciendo un argumento que era enormemente querido por el régimen: la excepcionalidad española. España está, de alguna manera, siempre según ese sesgado relato, condenada a ser diferente a otros países. Si alguien pretende reformar la distribución competencial frente a los privilegios territoriales que están instalados en nuestro diseño constitucional, se encontrará con el óbice de que se encuentra en minoría.
«La causa de la igualdad, habremos de convenir, no siempre ha sido mayoritaria»
No negamos que estén aparentemente en lo cierto, pero incurren un error esencial: los principios no se miden al peso. Si así fuera, jamás habríamos conseguido jornadas laborales de 40 horas ni se habría legislado la prohibición del trabajo infantil o las vacaciones remuneradas. ¿Acaso la huelga de La Canadiense no fue un cruento enfrentamiento del movimiento obrero que se saldó con la conquista de derechos laborales frente a los que se ubicaban poderosas, y durante tanto tiempo mayoritarias, resistencias?
Si las ideas fueran necesarias o verdaderas en función del principio mayoritario de sus respaldos, las sufragistas jamás habrían conquistado el derecho al voto de las mujeres. Hasta hace relativamente poco en términos históricos, era mayoritaria la oposición al matrimonio homosexual o a los derechos civiles de minorías secularmente pisoteadas. Durante demasiado tiempo, la abrumadora mayoría de la población vivió en activa connivencia con el racismo, el sexismo y la discriminación explícita.
En nuestro propio país, a pesar de la heroica militancia antifranquista principalmente dirigida por el PCE y pequeños grupos a su izquierda, amplias capas de la población española mostraron connivencia activa por el régimen. «Hagan como yo», decía con obsceno sarcasmo el dictador, «no se metan en política». Los silencios o la despolitización de muchas personas durante años no legitiman, resulta obvio subrayarlo, las brutales torturas de la Brigada Político Social o la censura sistemática del Tribunal de Orden Público.
La causa de la igualdad, habremos de convenir, no siempre ha sido mayoritaria. Y no por ello ha dejado de librarse. No está nada claro, tampoco, que desde posiciones de emancipación sea coherente sostener que a los potentados no se les puede cuestionar sus privilegios, por si se incomodan o se vuelven más virulentos a la hora de defenderlos. Hagamos lo que hagamos el resto, los poderosos defenderán siempre de forma agresiva su condición y estatus de poder. Ejemplos de ello en la historia hay múltiples.
Los ricos y los potentados pueden, y de hecho suelen, percibirse a sí mismos como expoliados o maltratados por el Estado si defendemos una fuerte intervención pública del sistema financiero, la participación estatal en sectores estratégicos o un sistema de fiscalidad fuertemente progresivo, todas ellas ideas que, bien implementadas, son imprescindibles para combatir las acuciantes desigualdades sociales. Ese sentimiento no amasa la realidad ni convierte su percepción en cierta o real.
Tienen derecho a sentirse como quieran, pero tampoco por ello vamos a desistir de la titánica tarea de enfrentar los claroscuros poco democráticos del capitalismo financiero, los retos medioambientales, un desarrollo tecnológico ingente sin gobernanza democrática del mismo para someter esos avances a un verdadero criterio de bien común o la lucha contra la ingeniera fiscal para la elusión o el fraude, que tanto amenazan la libertad real y la democracia. Si tenemos claro todo ello desde las izquierdas, al menos las transformadoras, no se entiende por qué los particularismos identitarios y, especialmente en el caso español, los nacionalismos de corte fragmentario son una excepción. Una excepción ante la que, al parecer, solo cabe prescribir resignación.
«Los populistas se muestran incapaces de ofrecer medidas tangibles hacia la transformación social»
La propuesta que ha alcanzado más notoriedad mediática de las propugnadas por Sumar es, sin embargo, la que cae del lado del humo más electoralista: la herencia universal (que no es la Renta Básica universal, una propuesta diferente y mucho más sólida). El refrito populista de una propuesta del siglo XVIII, cuya original autoría corresponde a Thomas Paine, no tiene otro objetivo que sumarse al festival de promesas de campaña, diseñadas para su total incumplimiento.
Cuantitativamente, la herencia de Sumar sería completamente estéril a los efectos de corregir las enormes desigualdades en la distribución de la renta. Ni enmendaría el hondo problema salarial que asola nuestro país, ni transformaría el modelo productivo endeble y terciarizado, ni mejoraría el acceso a la vivienda con estándares de vivienda pública irrisorios. Tampoco serviría para enfrentar el fraude laboral, o para derogar el despido liberalizado o para recuperar la participación del Estado en sectores estratégicos.
Por supuesto, entre alharacas grandilocuentes, los populistas se muestran incapaces de ofrecer medidas tangibles hacia la transformación social. Y, de paso, han olvidado el horizonte de las izquierdas: universalidad en el gasto a través de unos servicios públicos que siguen sin financiarse correctamente, y que han sido sometidos durante años a recortes y externalizaciones; y progresividad en el ingreso, donde sigue sin tenerse noticia alguna de la reforma fiscal progresiva y a fondo que necesita España, y que desde luego tampoco Sumar está dispuesto a llevar a cabo.
El desprecio a la igualdad territorial no es casual, sino que está íntimamente ligado con las numerosas dependencias cantonalistas de un proyecto atrapado en el marco identitario, incapaz de apostar por una ciudadanía común y compartida, sin fragmentaciones ni asimetrías. Esa desigualdad territorial por la que aboga Sumar, con pésimas justificaciones históricas, se traduce necesariamente en desigualdad social. El burdo barniz de ocurrencias servirá para el entretenimiento retórico, pero no moverá un milímetro de la estructura de un sistema económico con ingentes desequilibrios e injusticias sociales.
Convendría deslindar el grano de la paja, una vez más. El programa redistributivo y social de la izquierda sigue bajo mínimos, mientras se apuesta por el blindaje del desbarajuste confederal y del particularismo identitario. Son fenómenos interrelacionados: la agenda identitaria y el desguace tribal de la ciudadanía convergen con el sombrío vaciamiento social del Estado. Hay sumas que restan.
Guillermo del Valle es abogado y director de El Jacobino.