La resaca del 'true crime' español
«¿Qué necesidad hay de someter a un juicio documental, con reglas periodísticas y no las del derecho, lo realizado en el desempeño de la función jurisdiccional?»
Una de las cosas que culturalmente más llama la atención cuando uno viaja a Estados Unidos o a China, es ver en la televisión —ahora online— programas cuyo contenido consiste básicamente en la retransmisión de vistas o audiencias públicas de procedimientos judiciales, y no sólo de aquellos en que están implicadas personas con relevancia pública.
Pero, así como en Estados Unidos (CourtTV sería su paradigma) esa difusión en masa, a despecho de la intimidad de las personas implicadas, se hace como trasunto del principio de publicidad, que es parte del derecho constitucional al proceso debido (due process), en China, más que buscar la transparencia y confianza de la sociedad en sus instituciones, se articularía como un brutal instrumento de disuasión con fines de prevención general. Porque más allá de los fines de reeducación y reinserción que amablemente se suele citar en las normas programáticas, la finalidad —no menor— del Derecho Penal, del enjuiciamiento y de la pena es enviar a la sociedad el mensaje de que existen conductas proscritas, y que el Estado es capaz de imponer de manera efectiva su castigo al infractor.
En los sistemas liberales, una derivación, por no decir aberración, de la difusión televisiva de la actividad judicial es esa suerte de «documentales» (importantes comillas, querido linotipista digital) que bajo la denominación de true crime inundan las plataformas, y cuyo contenido consiste en relatar, con técnicas narrativas cinematográficas, giros de guion y revelación sorpresiva de hechos, los más sonoros y luctuosos hechos criminales. Desfilan así por la pantalla condenados, víctimas, familiares, un sinfín de investigadores, agentes policiales, forenses, y, lo que resulta más llamativo y en la concepción europea más controvertido, incluso los fiscales y jueces que intervinieron en la averiguación y enjuiciamiento de los hechos. Si bien se observa pronto se aprende que, por su contenido, dirigido al entretenimiento de masas, la finalidad de estos programas se desvía y aleja en brusca derrota del destino de ganar la confianza de los ciudadanos en su sistema de justicia, y menos aún de la garantía de un proceso debido.
Con la importación del subproducto cultural del true crime a España, esa desviación en los fines de publicidad de la actividad judicial empieza a producir el efecto menos saludable que pudiera esperarse en cualquier sistema de garantías concernido por la confianza de los ciudadanos en él.
«Cualquier expresión desafortunada en ese contexto televisivo puede malograr toda la actuación institucional»
A pesar de los años de polémica y los tsunamis de tinta conspirativa vertidos en la alimentación de las supuestas dudas sobre la autoría material e inductiva de los terribles atentados del 11-M, a quien suscribe le bastó con ver media hora del true crime español sobre aquellos hechos, realizado además con el claro designio de descartar concluyentemente aquellas teorías alternativas, para que precisamente aparecieran algunas pequeñas fisuras —cierto que no estructurales— en la confianza que en su día le mereció la actuación de las instituciones.
Y es que, ver en un programa de entretenimiento a todo un juez instructor de la Audiencia Nacional defender vehementemente el material inculpatorio que bajo su dirección se incorporó al sumario, cuando ya hay una sentencia firme que declara una verdad jurídica coincidente con esa instrucción, no parece la mejor forma de ganarse la confianza en el sistema. Y, además, para qué. ¿Qué necesidad hay de someter a un juicio periodístico, con las reglas periodísticas y no las del Derecho, lo realizado en el desempeño de la función jurisdiccional? Cualquier expresión desafortunada en ese contexto televisivo puede malograr toda la actuación institucional.
Hay más. En este género del true crime español ha aparecido recién un producto de entretenimiento (El caso Asunta) que en el enfoque periodístico resulta aún más inquietante Y es el consistente en hacer el documental acogiéndose prácticamente a los legítimos y —de suyo— parciales argumentos de las defensas de los condenados en firme, para, con ese material sesgado, empleando las naturalmente tramposas reglas de la ficción narrativa, confrontar u cuestionar la verdad jurídica o procesal ya establecida, y hacerlo en una suerte de juicio periodístico paralelo. Y para ello, nada mejor que interpelar al instructor de la causa con ese relato, quien, de nuevo, en un inconcebible ejercicio de ligereza, se presta a revisar ante la cámara el material probatorio del sumario, sus decisiones y resoluciones instructoras. Es el «derecho a la apelación televisiva», como aquel que apadrinó en la telebasura el Gobierno con su ministra de Igualdad al frente, donde se acusó y sancionó por maltrato (con su despido laboral, nulo) a quien la justicia nunca condenó.
Cómo relate del mundo del entretenimiento los acontecimientos con relevancia pública que acaban en los tribunales es algo que no se puede ni se debe acotar en una sociedad libre, donde el derecho a la información y a la creación deben gozar de amparo privilegiado; pero, si queremos salvaguardar la confianza en las instituciones, al menos quien en el desempeño de su función pública intervino en los hechos debiera abstenerse de figurar como protagonista o secundario en estos programas de entretenimiento. Lo razonable sería que el juez hablara sólo a través de sus resoluciones, y sólo en el caso de publicaciones o actos de finalidad científico- académica debiera o pudiera dar razón del fundamento u oportunidad de aquellas. Eso, o que la televisión pública programe un JuzgadosTV, y que quien lo precise sacie así la necesidad de notoriedad que parece no colmarle la función jurisdiccional.