La administración del Orgullo. ¿A quién le importa?
«Si las mujeres trans son mujeres y los hombres trans son hombres; si la bisexualidad es puramente aspiracional, todos somos personas LGTBI»
Amar «libremente», exhibirse, mostrar las preferencias o fetiches sexuales siendo uno gay, lesbiana, bisexual… morrearse con o sin lengua, esconder casi nada del cuerpo gentil, sean los pelos osunos, el pene que se entrevé largo como un día sin pan o corto de miras, el pecho o pechos exuberantes, el michelin fofo, el látigo, el cuero, la mordaza o la brillantina. En la reciente parade de Minneapolis se puede hacer twerking en calzoncillos bien entrado en años y carnes y frente a menores que no rebasan los 10 años; en Nueva York drags en topless proclaman «We’re here, we’re queer and we are coming for your children…».
Todo eso ocurre, sin nocturnidad y con alevosía, durante el Orgullo, una suerte de interludio libertino en el largo y duro invierno de la lucha contra la persistente sexualización de la publicidad y del espacio público que afecta especialmente a los menores; o de la pornografía que, se dice desde toda instancia progresista y feminista que se precie, nos asola a todas horas por tierra, mar, aire y redes, denigrando a mujeres y convirtiendo en violadores a todos los imberbes incautos pero predispuestos; o la batalla contra una masculinidad que sólo es tóxica en su ensoberbecimiento o muestra impúdica cuando el objeto (oscuro) de deseo es la mujer y heterosexual. Entonces, amigo (o amiga) átese bien los machos y reprímase como en la España del predestape. Y usted, señora hetero necesariamente alienada por el heteropatriarcado, tápese y sor-ori-dad.
Por supuesto el desfile-manifa es lo anecdótico, lo festivamente queer, lo más luminoso y vistoso, y yo mismo no quiero pecar de frivolidad. Bajo esa espuma se esconde lo importante, cómo no: el recuerdo de la lacerante y ominosa estigmatización y persecución que a lo largo de los siglos – y todavía hoy en muchísimos países- han sufrido las lesbianas, gays y transexuales, y la proclamación de que ningún individuo puede ser discriminado por su orientación sexual, identidad o expresión de género.
«¿Tampoco serán bienvenidas las miles de feministas que han clamado y argumentado contra la ‘ley trans’?»
Me atrevo a decir que a estas alturas de la película esta reivindicación no puede razonablemente encontrar discrepantes, es obvia, incluso para «las derechas», que o bien declinan ir a la «fiesta» o bien son recibidas como el invitado indeseable, por mucho que porten el regalo soñado por el cumpleañero y se hayan puesto sus mejores galas. Que se lo pregunten a Inés Arrimadas o a Patricia Reyes; o a los gays del PP, partido que tampoco este año es bienvenido porque ha recurrido la ley trans. Lo ha denunciado un representante de Más Madrid, partido que en el barrio gay por antonomasia de Madrid (Chueca) obtiene muchos menos votos que el PP en todas sus secciones censales. ¿Tampoco serán bienvenidas las miles de feministas que han clamado y argumentado contra esa legislación?
Pero hay más y no me resisto a compartirlo con ustedes ahora que he cogido carrerilla. Veamos: si hay lesbianas con pene y gays con vagina; si las mujeres trans son mujeres y los hombres trans son hombres; si la bisexualidad es puramente aspiracional, si todo eso es verdad, todos somos, por un expediente que llamaré vaciamiento conceptual, «miembros del colectivo», personas LGTBI, y cuantas letras quiera usted añadir. Y si esto es así, si el nombre de ese colectivo ya no designa nada singularizable frente al todo, ni la(s) sigla(s) ni la(s) bandera(s) de quita y pon sirven ya a más propósito que al de poner a desfilar a todo el que no quiera ser reducido a faschista o recluido en el armario de la incivilidad. Y para esto último, como comprobamos estos días, basta con ser indiferente políticamente sobre la inclinación sexual, tomarse al pie de la letra el himno de Alaska y Dinarama (ese ¿A quién le importa?, tonadilla icónica del orgullo precisamente) o proclamarse simplemente universalista en la consideración de la dignidad humana y en la atribución de derechos básicos.
Y cuando digo que la función, explícita o implícita, de la «celebración del orgullo» es poner «a desfilar», no me refiero a esa parade lúdica con cuya descripción arrancaba esta tribuna, sino a la marcialidad, al toque de corneta o, si me apuran, a la liturgia que llama a colocarse a la cola de la comunión y recibir la hostia en mano o en boca.
Y lo llaman rebeldía.