Los efectos de la inmersión
«La imposición del catalán y la exclusión del castellano están creando una situación delirante»
Estos días se están comentando y analizando los datos del informe PIRLS sobre comprensión lectora en España, particularmente demoledores en lo que respecta a Cataluña, que aparece unos trece puntos por debajo del nivel nacional y solo un poco por encima de Kazajistán. El nacionalismo catalán siempre ha presumido de superioridad intelectual, racial y económica con respecto al resto de comunidades de nuestro país. Recordemos aquella «Dinamarca mediterránea» con la que se llenaba la boca el pobre Artur Mas para referirse a lo que acabó siendo la República de los ocho segundos. Y hete aquí que cuarenta años después de la inmersión lingüística, Cataluña va por detrás de Canarias y solo supera a Ceuta y Melilla en algo tan básico como el rendimiento en la lectura. La Comunidad de Madrid, en cambio, se sitúa a la altura de Dinamarca y Noruega, aunque también baja en términos porcentuales.
Ante estos resultados, la Conselleria de Educación de la Generalitat ha reaccionado con un encogimiento de hombros y declarando que no están en absoluto sorprendidos. Entre las razones que esgrimen para explicarse el descalabro se cuentan las consecuencias de la pandemia, la mayor «complejidad» de las aulas en Cataluña y la «desconexión económica, social y cultural» de una parte de la población del ámbito educativo. Todos son motivos, digamos, sobrevenidos que nada tienen que ver con la política educativa y lingüística impuesta por el nacionalismo a lo largo de toda la democracia. Nadie se atreve a investigar en serio las causas de ese progresivo deterioro de la capacidad cognitiva del alumnado catalán en la escuela pública y del que solo están a salvo las familias que pueden permitirse pagar una educación privada para sus hijos.
«La imposición del catalán y la exclusión del castellano están creando una situación delirante. El desafecto hacia la lengua presuntamente protegida es cada vez mayor»
La inmersión fue una operación de control ideológico que, bajo el disfraz de la protección de una lengua, ha terminado por crear una distopía de consecuencias nefastas. Los alumnos de habla materna catalana habrán aprendido a leer y escribir en su lengua pero saldrán con un conocimiento muy rudimentario del castellano, puesto que ni siquiera se ha aceptado en las aulas el ínfimo 25% exigido por la justicia. Del otro lado, una mayoría de estudiantes castellanoparlantes se ha visto obligada a recibir su educación primaria en una lengua que para ellos nada tiene que ver con su mundo, ni dentro ni fuera de las aulas. Esa es la «desconexión económica, social y cultural» que cita la autoridad competente como una causa generativa del fracaso. Solo que en lugar de ser un agente externo, esa desconexión es la consecuencia directa de una política de inmersión lingüística que se niega a reconocer la realidad cultural de la sociedad en la que se aplica. Porque el castellano no es una lengua rara que se traigan los inmigrantes de Andalucía o de Asturias, sino un idioma que también es propio de Cataluña, materno de una mayoría de catalanes desde hace siglos. Por ello, la imposición del catalán y la exclusión del castellano están creando una situación delirante. El desafecto hacia la lengua presuntamente protegida es cada vez mayor, mientras que el desconocimiento de la lengua mayoritaria y en la práctica vehicular va camino de arruinar la educación.
Denunciar los estragos de la inmersión lingüística es hoy sinónimo, en el lenguaje cada vez más simplista y consignado del nacionalismo –asumido por cierto sin rubor por todos los partidos de izquierda– de odio al catalán, de españolismo reaccionario e incluso de franquismo. Pero esa forma burda de amedrentar al disidente ya no funciona, en parte porque los resultados de la inmersión empiezan a clamar por sí mismos. En 1968, Gabriel Ferrater, en una conferencia memorable sobre Pompeu Fabra, ya advirtió de los daños que la normalización podría causar a la lengua, para empezar por la obsesión cerril de tratar de separar al catalán del castellano en cuestiones que nada tenían que ver con una supuesta influencia perjudicial de una lengua dominante sobre otra oprimida sino que, simple y llanamente, se debían al funcionamiento contrastado de muchas lenguas románicas. A lo largo de la democracia, hemos visto cómo la radio y la televisión públicas, los periódicos y las editoriales, se han esforzado en fijar una lengua falsamente pura, «descastellanizada», eliminando muchos elementos perfectamente naturales de la lengua pero que por su proximidad española se habían vuelto sospechosos. Incluso el concepto de «barbarismo», tan amado por los policías lingüísticos de la Generalitat, tiene algo groseramente incivilizado cuando se aplica a palabras procedentes de una lengua de la misma familia y, sobre todo, que pertenece exactamente a la misma cultura.
Porque castellano y catalán son distintos matices expresivos de un mismo acervo cultural y no el salvoconducto para ingresar en una determinada identidad política. ¿Qué identidad comparten, señores dispensadores de catalanidad oficial, un castellanohablante de Soria con otro de Monterrey en México? En Mallorca, hace poco una familia andaluza que fue a inscribir a su hija a un colegio se encontró con una dicharachera funcionaria que se dirigió en catalán a la futura alumna. Cuando la niña dijo que no la entendía, la servidora pública le espetó: «No te preocupis, aviat entedràs el català i així te podràs sentir mallorquina». Señora funcionaria, la escuela pública no está para hacer que nadie se sienta mallorquín ni andaluz, sino simplemente para impartir unas determinadas materias, entre ellas la lengua materna y cooficial de esa niña a la que usted trató de forma abusiva, enviándola de paso al fracaso escolar.
La única esperanza es que una nueva generación, harta de la manipulación y la degradación de las que es víctima, se rebele contra esa idea empobrecedora de la educación y reclame políticas más sensatas y a la postre más beneficiosas tanto para el catalán como para el castellano. Porque las lenguas no son patrimonio de nadie más que de sus hablantes y son ellos quienes, como Calibán frente a Próspero, han adquirido el derecho a maldecir: You taught me language and my profit on it is that I know how to curse («Tú me enseñaste el lenguaje y mi provecho de ello es que ahora sé cómo maldecir»). Ese sería, a fin de cuentas, el efecto más beneficioso de la inmersión lingüística.