THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Jane Birkin: una historia

«Fueron mitos del post 68 –más culta Hardy, más extraviada Schneider–, pero en Birkin se dieron la mano el erotismo femenino con un componente andrógino»

Opinión
2 comentarios
Jane Birkin: una historia

Jane Birkin. | .

Nunca hemos de olvidar el regalo de sus piernas, aquella brisa húmeda en la mirada y su voz felizmente jadeante, cuando las lámparas de la fiesta se apagaban y en el pick-up sonaban los primeros acordes de «Je t’aime mois non plus». Sí hemos olvidado, en cambio, que la canción de Gainsbourg la prohibieran tanto El Vaticano como el régimen de Franco: la inglesa más francesa de los Sixties nos afrancesó a todos para siempre, le pesara a quien le pesara, y ahí voy.

Durante algunos años, mi editora de París me alojaba en un hotel de la rue de l’Odéon, donde se publicó el Ulises de Joyce. Soy de despertar temprano y en un entresuelo situado al otro lado de la calle, vivía alguien que tenía mi misma costumbre: encender la lámpara a última hora de la madrugada y leer mientras el día iba saliendo de entre las sombras. Yo imaginaba a un matrimonio mayor, donde el insomne fuera él, pero lo último que habría pensado era que en ese apartamento vivía un escritor cuya obra admiro—siempre vi al hombre-lector, de espaldas y fragmentariamente— y tendrían que pasar varios años más para que lo averiguara por puro azar. Que siempre es objetivo e impuro. Tanto me gustaba –y gusta– la obra de ese escritor que mi editora le propuso presentar la edición francesa de En la ciudad sumergida en el Instituto Cervantes de la rue Quentin-Bauchard, que entonces dirigía Juan Manuel Bonet. Aceptó, me dijeron que encantado, y yo mucho más aún.

Cuando acabó el acto fuimos a cenar —a la mesa éramos una decena— y luego me dijo que mejor compartiéramos taxi porque él iba a la misma calle de mi hotel. Efectivamente: hablando, hablando, resultó que era el inquilino de aquel apartamento de la rue de l’Odéon y tras tomar una copa en Les éditeurs, me invitó a otra más en su casa. Suele ocurrir en estos casos que, en casa de un escritor cómplice, uno se encuentra como en la suya propia (y encima, mejorada: mundos paralelos, a veces) y suele ocurrir también al revés: en casa de un escritor que no nos gusta, su atmósfera nos expulsa y cuando salimos a la calle, respiramos aliviados. Ya decía Walter Benjamin que la casa es la segunda piel del escritor.

La sala del apartamento estaba abarrotada, como es natural, de libros, algunos cuadros y objetos de distintas culturas. Y entre las fotografías que había sobre las mesas, destacaba una, preciosa, de Jane Birkin, que fue pareja de aquel escritor durante un tiempo. En la conversación él la llamó varias veces «Juanita» y yo conté todo esto, como si fuera ficción y no realidad, en el episodio final de mi novela Reyes de Alejandría. En esos años me había cruzado varias veces con Jane Birkin cerca de la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, incluso compartimos terraza del mismo café más de una tarde, pero nunca había estado tan cerca de ella como en aquel entresuelo que tiempo atrás había frecuentado.

«Birkin, pese a las desgracias que hubo en su vida, poseía un refinado sentido del humor y una risa que nunca perdió del todo la frescura»

Ella: un pronombre que antes de los 20 años, lo ocuparon tres jóvenes mujeres que nos dejaron una huella particular y hablo de mi generación: Françoise Hardy, Jane Birkin y, poco después –en la revisión bertolucciana de aquella época– Maria Schneider. Y del mismo modo que en mi estudio hay fotos de Rilke, Eliot o Proust, hay también –recortes de revista y tamaño pequeño, entre papeles y postales en un atril– una de cada una de ellas. La primera, Hardy, del brazo de Modiano, paseando por el bulevar Saint-Michel; las otras dos están desnudas en esas fotos y la diferencia estriba en que Maria Schneider está sola y esconde su mirada tras su cabellera rizada, mientras que Jane Birkin desafía a la cámara, como desafió a Antonioni en Blow-Up y detrás tiene a Gainsbourg. ¿Por qué la desnudez? Porque ninguna de las dos sería ella del todo sin estar desnuda. En cambio, Françoise Hardy, sí. Todas fueron mitos del post-68 –mucho más culta Hardy, más extraviada Schneider–, pero en Jane Birkin se dieron la mano el erotismo femenino con un componente andrógino, la herencia del swinging London y la propensión artístico-literaria propia de los animales de la fauna germano-pratense. A lo que hay que añadir el humor: Birkin, pese a las desgracias que hubo en su vida, poseía un refinado sentido del humor y una risa que nunca perdió del todo la frescura.

Así la amó mi amigo –lo somos desde aquella noche–, el escritor que leía de madrugada en su entresuelo frente a mi hotel. Se habían conocido en un viaje humanitario a Chechenia y ella dijo de él «C’est un chic type. Atravesaría el planeta para venir en mi ayuda en caso de que yo la necesitara». Y añadió: «Incluso hoy». Y hacía ya tiempo que no estaban juntos. Al enterarme de la muerte de ella, recordé esa frase y el título del último libro de mi amigo, Vaciar los lugares, donde narra el abandono de aquel entresuelo donde fue feliz tantos años, escribiendo sobre libros, objetos y recuerdos que lo poblaban mientras vivió en él. Jane Birkin murió sola, en su apartamento de París, cercano al de la rue de l’Odéon, pero mi amigo ya no estaba allí. Ahora ya no puede atravesar el planeta para ayudarla. Pero en el espíritu de este libro, entre ciudades, viajes, recuerdos y libros, está ella y no sólo en su aparición en Saigón con destino a París. Como estaba aquella noche parisina de hace diez años: como si cambiara un ramo de flores de sitio y luego se sentara entre nosotros y nos despidiera sonriente, un par de horas después, en la puerta de aquel entresuelo donde empezaba la vida en la rue de l’Odéon.

A la mañana siguiente la lámpara no se encendió hasta que se apagaron las farolas de la calle.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D