Seis meses de vértigo y cuatro años de precipicio
«Pedro Sánchez triunfa porque no tiene escrúpulos morales, pero también porque sus rivales políticos suelen minusvalorarlo»
Casi todos dan por hecho, dada la catadura moral del personaje, que Pedro Sánchez va a pactar con Junts y que el futuro de Puigdemont tras Waterloo no es la isla de Elba sino el regreso triunfal a galope de un corcel amarillo cuatro veces barrado. Discrepo. Para poder argumentar mi hipótesis necesito antes hacer una breve escapada por la «singularidad» catalana, que explica la forma divergente en que votó frente al resto de España, y que no es ni la lengua ni el quimérico hecho diferencial. Son mentiras asentadas como verdades indiscutibles durante los últimos años. Pido paciencia.
La mentira fundacional es que fue la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010, «recortando el nuevo Estatuto de Autonomía», lo que despertó el independentismo. Sin embargo, la primera gran manifestación independentista fue en la Diada de 2012. No conozco ningún caso en una sociedad libre en que un malestar social genuino tarde más de dos años en hacerse palpable en la calle. La reforma del Estatuto de Autonomía no era una demanda ciudadana, como señalaban todas las encuestas de preocupaciones de la población. Fue un capricho impuesto desde arriba a la ciudadanía y una traición de los dirigentes del PSC a sus votantes. Fue la deriva inevitable del «pacto del Tinell» y la razón que transformó la disidente tertulia intelectual del Taxidermista de la Plaza Real de Barcelona en el heroico Ciudadanos.
El estatuto que salió de Cataluña era una esencialista carta a los Reyes Magos, con la prosa y la ilusión propias de los niños pequeños. Lamentablemente, en el Congreso, el hacha de Guerra (Alfonso) resultó una lima desgastada, y se aprobó un texto con claras aristas inconstitucionales, al romper la igualdad ante la ley de los ciudadanos. El referéndum popular con que se aprobó en Cataluña refleja claramente la desafección ciudadana. Votó menos de la mitad del censo. El PP, partido en la oposición, utilizó el único recurso que le quedaba y, de manera legal (y legítima políticamente), impugnó el estatuto en el Constitucional. Éste, tras una dilación que podría leerse como producto de la presión del Gobierno de Zapatero, emitió una sentencia blanda que modificaba solamente los exabruptos mas notables. Y eso fue todo. Una democracia con contrapesos autorregulandose. Una señal es que todos quedaron descontentos.
La deriva catalana empezó cuatro años después. En 2010, Artur Mas, ante el cerco judicial sobre la corrupción de CIU y agotada la estrategia de Banca Catalana de Pujol, decidió inmolarse en el pantano independentista. Y la mecha prendió única y exclusivamente por la crisis económica, negada tres veces por Pedro Solbes y que estuvo apunto de provocar la bancarrota del Estado español. El procés es el 15M de las élites catalanas. Cataluña tuvo con En Comú Podem su 15M popular y con el procés, su 15M institucional. La puta y la Ramoneta, no necesariamente en ese orden.
Otra mentira es que en Cataluña hubo un referéndum de independencia y que la ciudadanía votó masivamente por ella. Lo que hubo en Cataluña fue un decimonónico y muy castizo pucherazo. Como fue declarado ilegal, porque la Constitución lógicamente no permite a una parte decidir asuntos que afectan a todos, no tuvo garantías de ningún tipo: censo electoral, tiempos de campaña, neutralidad institucional, interventores de las partes en los colegios electorales. Fue una protesta orquestada, de nuevo, desde el poder político, de ahí la indiscutible malversación.
Una mentira derivada de la anterior es que las pacíficas urnas catalanas fueron reprimidas por las porras españolísimas. Recordemos: el referéndum fue prohibido por el poder judicial y se llevó a acabo únicamente porque la fuerza policial en Cataluña, delegada mayoritariamente en los Mossos d’Esquadra, incumplió la orden de impedir su realización. Los guardias civiles y policías nacionales hospedados en barcos en el puerto de Barcelona, que llegaron para cumplir ese mandato judicial, y que, al contenerse, no lo lograron, no fueron la prueba de la fuerza española, sino la muestra de su debilidad. Y la impotencia del Estado cuando un poder local, en este caso una autonomía, es desleal a la legalidad vigente. El referéndum fue una protesta impuesta desde el poder con los símbolos de la democracia (urnas y votos) como escenografía grotesca. Fue otra coreografía, como las diadas de esos años. Lo grave fue que los «resultados» de esa «votación» se tomó como un «mandato popular» legítimo que obligaba a declarar la independencia, aunque fuera por unos nanosegundos. Ahí se pasó de la pantomima al delirio y de la ilegalidad laxa al delito grave.
«Lo que hubo en Cataluña fue un decimonónico y muy castizo pucherazo»
La inevitable aplicación del Artículo 155 constitucional, de manera amable y discreta por Rajoy, que se limitó a convocar a elecciones; el inevitable proceso judicial contra los responsables y las sentencias condenatorias en un juicio con todas las garantías, pinchó el suflé independentista sin necesidad siquiera de abrir el horno. Y eso, más allá de quien gobierne en la Generalitat y de que ser president sea hoy el menos honorable de los trabajos.
La sociedad española es moderada, comparte códigos de manera transversal, es igualitaria y está anclada en sólidos consensos sobre las libertades individuales y el estado de bienestar. Eso explica el renacimiento del bipartidismo en las pasadas elecciones. Pero la culpabilización dolosa del PP como doble responsable de la «laminación del estatuto» y de la «salvaje» represión hizo que el voto refugio catalán se concentrara en el PSC. La Biblia en manos de Lutero.
La sociedad española, como la catalana, está enganchada a la metadona del dinero público y es muy poco resistente a las crisis. Medio siglo de progreso ha debilitado su capacidad de respuesta: la crisis produjo la permuta del anacrónico comunismo en la doliente demagogia de Podemos, la crisis produjo el procés y el procés transformó un partido minoritario como Vox –en los márgenes y extraparlamentario– en la tercera fuerza política nacional.
Volvamos a Pedro Sánchez. La inflación ha producido una recaudación enorme no presupuestada, gracias al IVA. La pandemia levantó los rígidos controles de Bruselas sobre el déficit presupuestario. Eso le ha permitido un gasto sin control, muchos caprichos ideológicos y un costoso, pero verdadero, escudo social. Ahora toca pagar.
El miedo lógico es pensar que lo tendrá que hacer un Gobierno supeditado a las élites políticas catalanas y a sus mentiras vueltas verdades incuestionables, que viven (y medran) alimentando artificialmente las mínimas diferencias e invocando los fantasmas del pasado. Y recalco élites porque así lo demuestran los resultados del pasado 23J: por número de votos, no de escaños, Esquerra y Junts son la cuarta y quinta fuerza de Cataluña, respectivamente, por detrás del PSC, Sumar y el denostado PP.
Pero esto no va ser a así. Pedro Sánchez triunfa porque no tiene escrúpulos morales, pero también por que sus rivales políticos, dentro y fuera del PSOE, suelen minusvalorarlo. Todo él es un fraude, de acuerdo. Pero eso no quiere decir que no tenga instinto político y alta capacidad de maniobra. Y una retórica eficaz a sus propósitos.
Ahora sí mi pronóstico. Pedro Sánchez va a dejar que Feijóo se estrelle en una fallida investidura, se va a negar a firmar las exigencias dictadas desde Waterloo y va a forzar una repetición electoral, la enésima en su errática trayectoria. Amparado en esta renuncia táctica (convertida en propaganda electoral), en el uso partidista del poder, en un semestre exitoso como presidente de turno de la Unión Europea, en una cosmética remodelación de su Consejo de Ministros y en postergar al límite los inevitables ajustes presupuestales, jugará de nuevo a doblar la apuesta. El niño Pedro volverá a gritar que viene el lobo feroz. Los aldeanos, genuinamente asustados, armados con rudimentarias antorchas y guadañas oxidadas, organizarán heroicas batidas para cazarlo sin éxito, apretando la papeleta entre los dientes. Nos esperan seis meses de vértigo y cuatro años de precipicio.