La pacificación de Sánchez
«El sueño de seguir gobernando impide ver la realidad de un territorio del que miles de empresas se han ido y el castellano es considerado idioma extranjero»
Las interpretaciones de los resultados de unas elecciones son siempre curiosas. Cada cual arrima el ascua a su líder. La izquierda perdedora (no cuela que ahora PNV y Junts sean «fuerzas progresistas») concluye que los catalanes han premiado a Pedro Sánchez con 19 diputados por rebajar la tensión en Cataluña, por su «pacificación». Esa interpretación puede ser el preludio del peligroso todo vale. El sueño de seguir gobernando como sea impide ver la realidad de un territorio del que miles de empresas se fueron y aún no han vuelto, donde la deuda pública aumenta y el castellano, una de las dos lenguas oficiales, es considerado idioma extranjero. Entiendo las ganas de olvidar, de sonreír al futuro; pero sería conveniente no confundir la «pacificación» con el silencio.
Mientras los pactos se cuecen, nadie quiere hablar mal de los posibles socios, de ERC, Junts, Bildu o PNV… Da igual que, durante la campaña, el independentismo pusiera verdes a los líderes del PSOE y de Sumar, que los equipararan al PP en carteles y proclamas. Todos igual de españoles, líderes del Estado opresor. Eso fue ayer.
Hoy, en Cataluña, tras incontables e impensables pactos, nos hemos acostumbrado a hacer ver que todo va mejor de lo que vemos. Los medios llevan años sin informar de los escraches en domicilios «españolistas», o de las denuncias por hablar castellano en clase o las expulsiones de profesionales de hospitales y colegios por no tener el C1. La nueva moda son los parvularios para niños de entre cero y seis años donde el español está prohibido. Se enseña y habla, sin problema, en catalán, inglés y cualquier otra lengua. Es el cosmopolitismo a la catalana. ¿Un 25%? No, cero.
«En Gerona, antes y después de las elecciones, el silencio social y empresarial se ha convertido en una salsa espesa»
He pasado julio en la costa gerundense, haciendo de abuela y visitando a viejos amigos. No veraneaba en la tierra originaria de mi familia, de los Cullell, desde antes del procés, ese que, según muchos quieren creer, se ha acabado. He notado, antes y después de las elecciones, que el silencio social y empresarial se ha convertido en una salsa espesa. Sus ingredientes para que el alioli no se corte son: mantener las distancias con amabilidad (en castellano o catalán), no hablar de política en las mesas de otros (como decían mis abuelos) y rechazar con una buena excusa («he de ocuparme del nieto») invitaciones conflictivas. Con eso, si vives fuera del Principado o en Barcelona, metrópoli donde el constitucionalismo sigue ganando, el verano continúa siendo para las bicicletas. Otra cosa es vivir en zona indepe. Entonces toca trabajar y callar.
«Cosas de críos», le dijo el alcalde de un pueblo del Empordà a un vecino de Sociedad Civil al que le habían pintado con insultos la fachada de su casa. «¿Te vas acostumbrando?», le pregunté. «Quin remei!», contestó, «vivimos aquí». La presidenta del Congreso, Meritxell Batet, se dio antes de los comicios un garbeo por Cataluña para hablar de lo bien que estaban las cosas, de lo mucho que se había prosperado en la convivencia. Una invitada a uno de sus actos le señaló que, en Gerona y en muchos otros rincones, la vida de los constitucionalistas sigue empeorando. «Ah, bueno», le respondió la presidenta del Congreso, «si vives en Gerona es otra cosa».
El socialismo ha ganado en Cataluña, donde la participación fue del 65,41%, lejos del 70% registrado en España. «Los verdaderos patriotas catalanes no fueron a votar», me dijo el hijo de un amigo. El padre, un viejo socialista gerundense, culto y agradable, piensa que ha llegado el momento de reformar el Estado, también su constitución, para «adecuarla a los tiempos y a la realidad territorial».
También fueron bastantes los patriotas que votaron en blanco o depositaron una papeleta de Snoopy o de Franco. Voto nulo y boicot a España, pidió l’Assemblea Nacional Catalana. Su propuesta no consiguió el apoyo de los grupos independentistas por una razón bien simple: esos partidos (ERC, Junts o la CUP) necesitan el dinero de los votos y escaños para seguir vivos. Y para que sus votos, ahora, tengan un precio. Más alto.
«Siete diputados han convertido a un prófugo de la justicia en el hombre más buscado por Sánchez, pero para rogarle su apoyo»
El discurso ultranacionalista, ese al que nos acostumbraron los expresidentes Puigdemont y Torra, salvó a los herederos de Convergència (Junts) en los recientes comicios. Sus siete diputados han convertido a un prófugo de la justicia en el hombre más buscado por Sánchez, pero para rogarle su apoyo. Reunirse con el ideólogo de un partido de la derecha nacionalista catalana -el mismo que proclamó la independencia por unos segundos en 2017- les parece sensato a casi todos. Incluso a Alberto Núñez Feijóo. Al gallego, mientras prepara su difícil investidura, no se le escapa que Puigdemont, el deseado, es tan conservador y de derechas como cualquier democratacristiano vasco, gallego…o, simplemente, español.
Nadie en el secesionismo piensa que se puede dejar pasar esta oportunidad de apretar al Estado español, de ponerlo en un nuevo brete. Ese apoyo, según murmuran los independentistas entre bambalinas, será caro y durará poco. ¿Dos años? En 2025, quizás antes, habrá elecciones autonómicas y los indepes volverán a votar como siempre. La «pacificación» de Cataluña tiene los días contados.
Mientras escribo estas líneas, me viene a la memoria el final de Las Bicicletas son para el verano, la tremenda obra teatral de Fernando Fernán Gómez. El joven Luis, el amo de la bici, parece respirar tranquilo al ver que acaba la Guerra Civil:
– «Papá, ha llegado la paz», dice.
Su padre, el gran actor Agustín González -asistí a su interpretación en Madrid-, le replica:
-«No, hijo; ha llegado la victoria».