Lecturas de verano: Werner Herzog
«Para Herzog sólo la singularidad extrema –enanos, asesinos, dementes– es interesante. Los dramas de la vida burguesa son intrascendentes»
Ahora que el sicofante Pedro Sánchez lanza nuevos señuelos a la opinión española desde sus muy públicas vacaciones privadas en Marruecos, impune ya tras el parcial aval popular que significaron los resultados electorales del pasado 23J, conviene resistir la pulsión de su demagogia. Por salud mental. El cuerpo y el alma requieren un descanso, así que he decidido compartir por aquí, durante los lunes de agosto, algunas lecturas de verano.
En El crepúsculo del mundo, Werner Herzog cuenta la historia de Hiroo Onoda, el soldado japonés que se mantuvo en pie de guerra contra Estados Unidos en una isla perdida de las Filipinas, hasta treinta años después del fin oficial de la Segunda Guerra Mundial. La guerra privada de Onoda es producto de su sagrado juramento, Bushido, a las órdenes impuestas por el emperador: no rendirse jamás. Y por ello sólo abdica cuando su superior jerárquico, plácidamente retirado en la vida civil, acepta la pantomima de viajar a su encuentro y ordenarle deponer las armas. Este libro, editado impecablemente por Blackie Books el año pasado, es la puerta de entrada perfecta al mundo de Herzog, ese filósofo disfrazado de cineasta y narrador que reta con una mueca irónica nuestras certezas más firmes.
Para Werner Herzog la naturaleza es implacable, tumultuosa e impune. Indiferente al ser humano, sucede sin propósito ni moral alguna. No se rige por un dios creador ni por una inteligencia superior. Simplemente existe, es ininteligible e ingobernable. En el documental sobre los centros de investigación de la Antártida (Encuentros en el fin del mundo), en un momento dado, la trama olvida el coherente discurso de los investigadores, pioneros del siglo XXI cuyo lejano oeste es una masa de hielo de millones de kilómetros cuadrados, para seguir la pista de un pingüino que se ha extraviado y que se dirige hacia el interior del continente helado en lugar de la costa, es decir, hacia una muerte segura sin saberlo.
Esta visión nihilista de la realidad tiene como único rival la voluntad, a la que derrota siempre, pero cuya batalla es la única salida digna para el ser humano. En el caso de Hiroo Onoda, su lucha contra la inclemencia de la selva filipina tiene un objetivo militar: mantener funcional su fusil Arisaka. Esta batalla tiene un arco temporal amplísimo y abarca toda la experiencia humana, desde las pinturas rupestres en las cuevas de Chauvet (La cueva de los sueños olvidados) hasta la inteligencia artificial (Lo and Behold, Reveries of the Connected World). La batalla de Onoda no está idealizada. Su incapacidad para leer los evidentes signos de la derrota japonesa lo lleva a seguir con sus acciones guerrilleras, en las que muere no solo el subordinado que lo acompaña lealmente, sino muchos campesinos inocentes. Si logra al final ser perdonado es porque su empeño era útil a la doble moral japonesa tras la guerra, esa que transformó a despiadados victimarios en víctimas inocentes.
«Es el tipo de persona que tiene vetado el ingreso a su heterodoxa escuela de cine en Los Ángeles: los que hacen carrera paso a pasito»
La fascinación de Herzog por Onoda es congruente con su visión del mundo, que divide la experiencia humana en dos rutas incompatibles. La primera es la del adocenado, el sedentario incapaz de retar las reglas morales impuestas por la religión o la sociedad que le tocaron, azarosamente, al nacer. Es el tipo de persona que tiene vetado el ingreso a su heterodoxa escuela de cine en Los Ángeles: los que hacen carrera paso a pasito, sin desviarse; los que tiene un plan fijo, los que ya lo saben todo. Lo anti Bruce Chatwin, por explicarlo con uno de sus referentes. La segunda es la del rebelde, que vive al límite, que desafía el orden establecido y es cruel e inevitablemente derrotado.
Así como los héroes trágicos se rebelan contra su destino sabiendo lo inútil de su lucha, los protagonistas de Herzog, todos basados en la realidad –aunque en algunos casos use ribetes de ficción para resaltar sus postulados–, tienen una misión titánica en la que se empeñan ciega e inútilmente hasta ser triturados por la inercia de la realidad, por la apacible ira de la historia. ¡No se nace en balde en Múnich en 1942! Fitzcarraldo quiere montar una ópera en Iquitos y para ello necesita trasladar un barco por el Amazonas; Lope de Aguirre reta al Imperio Español con veinte forajidos y paga las consecuencias de desobedecer a Felipe II, rey del mundo; Timothy Treadwell muere devorado por un oso grizzly en Alaska, convencido de que había logrado establecer con ellos un pacto de mutua tolerancia. Esta rebeldía a veces es heroica, a veces simplemente estúpida, producto de taras congénitas o maldad innata, como el policía inmoral que impone su ilegalidad en el Nueva Orleans devastado por el huracán Katrina (Bad Lieutenant. Port of Call New Orleans). Otras veces es una mezcla inseparable de ambas, como sucede en El crespúsculo del mundo.
Para Herzog sólo la singularidad extrema –enanos, asesinos, dementes– es interesante. Los dramas de la vida burguesa son intrascendentes. Como muchos artistas plenos, la verdad de Herzog no se limita a su visión del mundo, nihilismo compensado por la ironía, sino a su capacidad técnica. En el caso de su cine, esto se refleja en su renuncia a los efectos especiales, esas muletas del cine que permiten hacer verosímil cualquier hechizo. Todo lo que se ve es real, aunque sea parte de una ficción, y es filmado con ese pacto de objetividad con el mundo. Las proezas de los personajes son las proezas de los actores y las invisibles proezas de los productores (la cumbre se corona, el avión se pilota, la selva se surca). El equivalente, en el caso de su prosa, es la renuncia a los adjetivos, las explicaciones del autor ajenas a la trama o las moralejas. Que los hechos narrados hablen por sí mismos. La poética artística de Herzog es una doble renuncia a los fuegos artificiales.
Como la condición de héroe prometeico está reservada solamente a unos pocos, conformémonos con sortear las primeras olas de agosto de la mano de su principal demiurgo, el mago de Baviera Werner Herzog.