THE OBJECTIVE
Guadalupe Sánchez

Linchamientos

«A los políticos les sale a cuenta hiperventilar con ofensas impostadas en lugar de prestar atención a las agresiones reales»

Opinión
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Linchamientos

Luis Rubiales.

De todo el proceso que conduce a la cancelación de cualquier artista o famoso, donde más disfruta el español es en la llamada «fase de linchamiento». Es nuestra particular forma de sentirnos jueces por un día, de usurpar a los elitistas togados esa potestad que se les supone exclusiva de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Cierto es que, frente a la acción de impartir justicia, el ajusticiamiento goza de notables ventajas: no precisa de conocimientos jurídicos, ni requiere aprobar una carrera o superar unas duras oposiciones. 

Para erigirse en ajusticiador, basta con exhibir en medios o en redes sociales unos nobles sentimientos que estimamos agraviados por una acción u opinión que no iba dirigida a nosotros, sino a un tercero. Porque a los españoles nos encanta ofendernos y victimizarnos por persona interpuesta. Es la forma que hemos encontrado para reclamar nuestra cuota de protagonismo en una película en la que, a priori, carecíamos de papel. Es así como hemos sublimado la colectivización de la ofensa y vamos camino de hacerlo con su punitivización.

Cierto es que los ajusticiamientos en prime time no serían posibles sin la inestimable colaboración de periodistas, tertulianos e influencers. Son demasiados los que parecen haber olvidado su responsabilidad cuando se trata de no referirse a nadie como culpable en tanto no haya sido condenado en firme por los tribunales. Pedir dimisiones no es incompatible con el respeto escrupuloso a la presunción de inocencia, que deben aprender a conjugar con su derecho a informar u opinar.

Más patéticos resultan cuando intentan justificar su participación en la lapidación pública de turno arrogándose la representatividad de miles, millones de ofendidos -u ofendidas, que para indignarse es menester recurrir al plural inclusivo-. Dolientes anónimos, sin rostro, que reclaman a través de sus bocas una satisfacción. Tan incapaces de presumir la inocencia de uno y tan atrevidos para sostener la ofensa a millones.

«La ejecutoria del Me too ha alcanzado un nivel de perfección tal que ya ni tan siquiera precisan de la palabra de la escogida como víctima para dictar su particular sentencia de culpabilidad»

Hay que reconocerle a los políticos la capacidad de invocar a nuestro yo más tribal y de animarnos a participar en polémicas que capitalizan para arrimar el ascua a su sardina, aun cuando éstas no tengan ningún recorrido judicial. La izquierda patria lo sabe hacer como nadie, la verdad sea dicha. Si antaño ya demostraron sus habilidades con las acusaciones de corrupción -ojalá poder preguntárselo a Rita Barberá- ahora lo hacen a cuenta del feminismo y del «hermana yo sí te creo».  Como entonces, la derecha política y mediática se suma gustosa a participar: cuando eres incapaz de construir un marco mental e ideológico propio no te queda más que jugar en el tablero de juego ajeno. Se ve que el consenso pasa por hacer de lo inquisitorial un movimiento transversal.

La ejecutoria del Me too ha alcanzado un nivel de perfección tal que ya ni tan siquiera precisan de la palabra de la escogida como víctima para dictar su particular sentencia de culpabilidad: el sólo sí es sí ha dejado de pertenecernos a cada una de nosotras y ha sido monopolizado por las que fueran sus adalides ministeriales. La opinión de Jennifer Hermoso sobre la polémica por el «incidente» con el presidente de la Federación Española de Fútbol les importa lo mismo que la de las muchachas destinatarias de los cánticos de los estudiantes del Colegio Mayor Elías Ahuja: nada. Es más, la capitalización del escándalo les viene de perlas para relegar el mercadeo que se trae el Gobierno en funciones con los independentistas a cuenta de la amnistía a los procesistas

En cualquier caso, no me negarán que tiene su aquél que nuestra sociedad acepte gustosa recibir lecciones sobre feminismo por parte de quienes abanderaron una ley que ha rebajado las penas de más de mil agresores sexuales y puesto en libertad a más de cien. Cuántos sesudos papers, tuits y declaraciones grandilocuentes se han vertido sobre el carácter delictivo del eufórico «pico» de Rubiales a una jugadora de la selección durante la celebración del mundial haciendo hincapié en cómo se prevalió de su posición de poder, y qué pocos sobre gravísimas agresiones cotidianas que padecen miles de mujeres de nuestro país, tales como la prueba del pañuelo o los matrimonios forzados. 

En un país como el nuestro, en el que joder al prójimo es el deporte nacional con más practicantes y espectadores, a los políticos y al ecosistema mediático que les rodea les sale a cuenta hiperventilar con ofensas impostadas en lugar de prestar atención a las agresiones reales. Las primeras sólo les demandan gestos, las segundas trabajo y desgaste. Y carecen de incentivos para ponerse manos a la obra.

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