De la era de Acuario a la era de la víctima
«¿Y si el mundo en que crecimos, vivimos, padecimos, luchamos y gozamos ya no existe y nos negamos a verlo?»
Un amigo dramaturgo que imparte clases en una universidad privada de arte contaba en una cena reciente lo extenuante de los días previos al inicio del año académico. No se refería a la ardua tarea de preparar su materia ni al engorro burocrático que todo ciclo nuevo entraña. Hablaba exclusivamente de la nueva capacitación que su centro ha decidido imponer a los profesores para entrenarlos en la forma, de obligado cumplimiento, en que deben relacionarse con los alumnos. El «adiestramiento» lo da una psicóloga que, si bien forma parte del claustro de profesores, también representa a los alumnos (en el argot obrero se le llamaría esquirol). En el cursillo no se había mención a técnicas pedagógicas ni se aludía la palabra praxis. El asunto central era cómo evitar que los alumnos se sientan ofendidos. Para ello el profesor debe cumplir a rajatabla una serie de fórmulas y reglas más complicadas que el protocolo del palacio de Buckingham para un plebeyo.
Por ejemplo, la primera vez que el profesor entra en contacto con un alumno debe preguntarle con que género quiere ser tratado en lo sucesivo, pero debe hacerlo de tal suerte que la pregunta en sí misma no genere incomodidad. Que Macarena quiera ser Manolo no debe provocar ni una mueca ni un suspiro, so pena de excomunión. Además, las clases deben ser siempre a puertas abiertas, el contacto visual debe limitarse al máximo, igual que las interacciones fuera del aula.
Toda crítica debe ser constructiva. Los oyentes del relato bromeamos preguntándonos si para cumplir con esta máxima se podría decir «qué brillante tontería ha dicho usted» o su «examen connota una portentosa mediocridad».
Ante cualquier problema emocional que el alumno exprese, el maestro debe inhibirse y llamar a un número de teléfono, habilitado por la universidad, para dar una adecuada respuesta profesional a ese tipo de situaciones. Toda interacción física entre alumno y maestro debe ser explícitamente consensuada en cada momento. Así, el maestro de danza que quiera corregir una posición de brazos debe pedir permiso y esperar a la respuesta afirmativa del alumno antes de alinear los hombros del pupilo.
Con dominio de la escena y talento dramático, nuestro amigo, que llamaremos Ernesto, hizo de la cena una divertida ópera bufa. Pero ya en los postres, de manera lenta e imperceptible, pero inexorable, se fue apoderando de todos los comensales un contradictorio regusto amargo.
«De un tiempo acá, las alarmas sociales no han dejado de subir, creando una disonancia entre la realidad y su percepción, entre los hechos y su relato»
Había dos preocupaciones. La primera, por el destino de esta generación de «niños burbuja», incapaz de aceptar una crítica, presa de las políticas de identidad y de la omnipresencia del sentimiento. ¿Con qué ánimo van a crear, transgredir, molestar y equivocarse? Estamos hablando, recordemos, de mayores de edad que quieren ser artistas y que, de alguna manera, vaga o imprecisa, han sentido el llamado de las musas. ¿Cómo van a levantarse cuando se manchen con el fango del fracaso artístico y el lodo del desamor? ¿Cómo van a imaginar el legítimo conflicto entre las partes, motor del arte dramático, si lo evaden en sus años dorados de formación? No conozco ninguna poética hija de la sobreprotección, el subsidio, el victimismo y el aplauso inducido. En el terreno de la polis, ¿cómo van a ser ciudadanos que defiendan que la verdad existe y que la ley debería ser la misma para todos, si son tratados desde el relativismo de tener siempre la razón? Una perversidad última complica toda la ecuación. Según nos dijo nuestro amigo, al final del curso, los alumnos, de manera anónima, evalúan a los maestros y aquellos profesores reprobados no pueden seguir impartiendo clases en la universidad. La lógica del comercio –el cliente siempre tiene la razón– llevada a la cátedra. ¿Cómo no van a ser maestros demagogos, si deben enseñar a alumnos tiranos?
La segunda preocupación era sobre nosotros mismos, contertulios alrededor de los cincuenta, años arriba, años abajo. Algunos crecimos en mundos salvajes y violentos, otros en sociedades más avanzadas, pero todos con la clara conciencia de que la realidad ha sido mejor cada lustro: menos violencia, autoritarismo, racismo, xenofobia, homofobia y sexismo. Sin embargo, de un tiempo acá, las alarmas sociales no han dejado de subir, creando una disonancia entre la realidad y su percepción, entre los hechos y su relato. Y de esa trampa no sabemos cómo salir. Tiene ya cobertura mediática hegemónica y produce un impacto financiero con sus consecuentes intereses a proteger: puestos de trabajos, profesiones, cargos públicos, subsidios. Quién nos diría que la era de Acuario sería sustituida por la era de la víctima.
La búsqueda de la excelencia profesional y la defensa de la igualdad política siguen siendo nuestras metas, pero ahora tienen un aire retro, parecen un gesto impostado. ¿Y si el mundo en que crecimos, vivimos, padecimos, luchamos y gozamos ya no existe y nos negamos a verlo, como dinosaurios en los minutos previos al meteorito fatal? No. Los retrocesos iliberales –como este cursillo– no son una desgracia natural ni un destino inexorable. Podemos y debemos combatirlos, cada día, ante cada nuevo y aparentemente minúsculo embate. Me niego a que parezca decadente defender los derechos inalienables del ser humano, más allá de las etiquetas de la raza, el género, la orientación sexual, la tribu, la lengua o la religión.