Desesperación en Babel
«No es necesario tener ningún proyecto, basta con ser un maestro de la impostura. Eso es el sanchismo y también el PP, aunque éste menos por pura incompetencia»
Decía Albert Camus que convertir la desesperación en algo normalizado es peor que la desesperación misma. Desesperarse, es decir perder la paciencia y la tranquilidad, implica llegar a desquiciarse por una situación que no parece tener remedio. Esto exactamente es en lo que se ha convertido la política, en la desesperación normalizada, la asunción de que estamos peor que ayer pero mejor que mañana.
No hay país desarrollado que se haya manejado peor durante los últimos 10 años y, si acaso, encontremos dos o tres con los que compartir el dudoso honor de no haber prosperado en las últimas dos décadas o incluso haber retrocedido. Pero todo tiene una explicación.
A lo largo de estos años, nuestros políticos han luchado denodadamente contra males mucho más amenazantes que la pobreza, como el machismo, la homofobia, el calentamiento global, la intolerancia y la desmemoria democrática. En consecuencia, han tenido que dedicar todas sus energías a identificar pésimas costumbres, hábitos y conductas para tratar de corregirlas y convertirnos en ciudadanos dignos de votarles. Esto significa que el problema nunca fue el empobrecimiento porque lo material es impropio de las almas bellas. Y que la política ha de ser ante todo una batalla moral. Si esto no se entiende, no se entiende nada.
Es verdad que los españoles nos hemos empobrecido y bastante, pero qué duda cabe que nos hemos enriquecido moralmente hasta el punto de ser millonarios en buenas intenciones. Los beneficios que los políticos nos han proporcionado durante décadas pueden parecernos intangibles pero son enormemente valiosos para la sanación del espíritu. Lamentablemente, estamos atascados en la aceptación de la culpa por culpa, y valga la redundancia, de los machistas, franquistas y negacionistas que se resisten.
«Si Sánchez dependiera de la Conferencia Episcopal para seguir siendo presidente, convertiría el catolicismo en religión de Estado»
Quizá esta visión de la política es lo que resulta desesperante. Sin embargo, a muchos les consuela, por eso seguramente ocho millones votaron PSOE, para salvar su alma. Aunque usted no lo comparta, sentirse moralmente superior es una transacción muy ventajosa. Así que no escupa contra el viento. Aprenda del Partido Popular, que si levanta el dedo es para saber en qué dirección sopla. Acepte que el Parlamento se convierta en la Torre de Babel, no por pluralismo o porque a Sánchez le convenga. Todos sabemos que perseguir el castellano en Cataluña y en el País Vasco de pluralismo no tiene nada. Y que si Sánchez dependiera de la Conferencia Episcopal para seguir siendo presidente, convertiría el catolicismo en religión de Estado, y lo haría por decreto. Debe aceptar que el Congreso sea una caja de grillos, ahora con traducción simultánea, simplemente porque, tal y como funciona la política, es irremediable.
Tráguese la pastilla roja y despierte. El Congreso de los Diputados no representa al pueblo. Es la cámara de eco de las cúpulas de los partidos y, a lo sumo, de algunas tribus e intereses. De hecho, España misma está al albur de una docena de nombres, como mucho, porque aquí lo que cuenta es el poder por el poder mismo. Desengáñese, no es necesario tener ningún proyecto, basta con ser un consumado maestro de la impostura. Eso tal cual es el sanchismo y también el Partido Popular, aunque este último en menor medida pero por pura incompetencia, no por falta de ganas.
Sólo así se explica que nadie sepa en qué consiste el «encaje para Cataluña» que Feijóo identifica como solución del problema secesionista. En realidad, ni él mismo lo sabe. Todo lo que propone el PP es como aquel «estamos con el campo» que Pablo Casado pronunció cuando el sector agrícola era atacado desde el Gobierno, una declaración estupenda que no significaba nada, más allá de hacerse una foto con vacas… o con nacionalistas.
Así que no es justo crucificar a Borja Sémper porque se haya sumado con entusiasmo al desafuero consentido por la presidenta del Congreso, Francina Armengol, y de paso nos demostrara lo bien que habla euskera, lo poco que le importan los reglamentos y qué entiende por coherencia. No haga caso a los que dicen desde el PP, sin dar la cara, por supuesto, que Borja actuó a título personal y que Cuca Gamarra no tenía ni la menor idea. Esa explicación es inverosímil. Al fin y al cabo, Sémper ejemplifica de forma magistral la inconsistencia de un PP que ya no aspira a ser el PSOE de hace 10 años, sino el de hace 10 minutos.