Conservar el pasado
«Es lo que hay detrás de esa belleza de abadías, capillas e iglesias lo que mantiene su espíritu y es de eso de lo que de verdad somos herederos»
Una de las cosas que sorprende en las iglesias de Francia es su ornamentación interior, que deja mucho que desear. Los edificios son maravillosos, sus fachadas, torres y cúpulas, memorables, y si nos olvidamos de Italia, en Francia se encuentra el mejor románico y el mejor gótico de Europa. La mayoría de sus templos continúa con su función originaria y los que hay desacralizados sirven para exposiciones, obras de teatro y conciertos. Pero los hay que permanecen cerrados y uno percibe cierto aire de abandono cuando pasa junto a ellos: su existencia nada tiene que ver con el motivo por el que fueron creados y esto es lo que causa la percepción de abandono: algo más metafísico que físico. La desacralización imprime carácter. O lo borra. Todo, en fin, deja huella en la vida.
Pero vuelvo a los templos donde aún se celebra la liturgia católica y que son a veces anfitriones de las iglesias orientales cristianas –coptos, sirios y otros–, ofreciendo ritos y cánticos de una belleza antigua y superior (la iglesia francesa mantiene viva la memoria de esas iglesias lejanas y perseguidas a menudo y lo hace mucho mejor que otras iglesias europeas). Llama la atención que en esas iglesias parisinas o de ciudades de provincia falten retablos y cuadros de envergadura y sean bastantes las que tienen las paredes desnudas: a eso me refería al hablar de ornamentación. Lo que hubo no está porque ardió o fue saqueado durante la Revolución. Tal carencia se suplió en su día –siglo XIX, sobre todo– con donaciones de familias cristianas –imaginería y pintura– en las que prima la buena voluntad, pero cuyo sentido de las proporciones brilla por su ausencia. Arquitectura grande y pintura pequeña y no siempre apropiada. No es lo mismo el recibidor de una casa que una capilla catedralicia y la monumentalidad del pasado exige imposibles.
El reciente estreno de una película que relata la represión de la revuelta de La Vendée, una de las represiones más crueles y sádicas –y brutales en cuanto al número de víctimas– de las que hubo en la época del Terror, coincide con la iniciativa del Gobierno de Macron en favor de la restauración de iglesias y monasterios y su apoyo económico por parte de la ciudadanía y del Estado. La Historia siempre juega con las cartas marcadas y somos los hombres los que no queremos enterarnos. Que la masacre de La Vendée remueva hoy en día las conciencias de quienes nada supieron de ella –fue eliminada o jibarizada de los planes de estudio– es algo que no deja indiferente, sobre todo si uno piensa que en paralelo se producían las grandes matanzas de los girondinos por parte de los jacobinos y los crímenes masivos de Lyon dirigidos por Fouché. El Terror, ya lo hemos dicho.
«La movilización de Macron en favor del patrimonio religioso surge, parece, del incendio de Notre-Dame de París»
Pero la movilización –así se le ha llamado en Francia– de Macron en favor del patrimonio religioso y en contra de su decadencia, surge, parece, del incendio de Notre-Dame de París y su proceso de restauración. Como si la memoria necesitara de una catástrofe para activar sus verdaderas necesidades. Las cartas marcadas de la Historia, de nuevo. Recuerdo aquel incendio –que vi en directo desde una habitación del madrileño Hotel de Las Letras– y la sensación de su potente carácter simbólico. Que de ahí se instaure un plan de suscripción nacional para que iglesias, capillas y abadías en trance de descomposición recuperen su dignidad, además de buena cosa es una derivada de aquel destino en llamas. No sólo han de servir para novelas de misterio –una herencia del goticismo romántico– con El nombre de la rosa al fondo. Pero tampoco hay que caer en modas, como aquella de eliminar el estrés pasando unos días en Silos.
En aquella retransmisión los entrevistados sólo hablaban de la pérdida patrimonial que suponía el incendio, sin olvidar al jorobado de Víctor Hugo. Nada se decía del carácter espiritual del templo, ni de su memoria. Ocurre también con las restauraciones y es cierto –decía el editorial de Le Figaro la semana pasada– que los edificios religiosos son «regalos de una civilización de la que somos herederos» y recordaba que «lo bello tiene alguna utilidad en la vida», y también es cierto. Pero el argumento patrimonial en solitario es pobre, porque la belleza sola no basta y a veces satura. Y no es esto, seamos o no conscientes de ello, lo que empuja a salvar el patrimonio religioso. Es lo que hay detrás de esa belleza de abadías, capillas e iglesias lo que mantiene su espíritu y es de eso de lo que de verdad somos herederos, aunque no sepamos tantas veces cómo cuidar nuestra herencia. Ni los de dentro, ni los de fuera.