THE OBJECTIVE
Juan Marqués

'La luz difícil' de Tomás González

«’La luz difícil’ es una bellísima lección sobre cómo tratar literariamente un tema duro, uno de esos libros sobre la muerte que reafirman salvajemente la vida»

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‘La luz difícil’ de Tomás González

Portada de la novela de Tomás González, 'La luz difícil'. | Juan Marqués

Hay por ahí editores (y editores estupendos, por otro lado) que cada dos meses te escriben pidiéndote que interrumpas todo lo que estés haciendo y prestes atención a cierto libro que van a sacar y que se trata de su «apuesta personal» para la nueva temporada. Es el mejor libro que he publicado nunca, dicen, el tipo de novela por la que me hice editor… Si lo hicieran una vez cada cuatro o cinco años, el impulso sería el de hacerles caso, pero recurrir a ello cada trimestre es mala estrategia. Y sucede con frecuencia otra cosa: cuando en efecto lees alguna de esas maravillas, y resulta que lo es, y se lo dices, entonces reaccionan con cierta auto-condescendencia. Bueno, sí, ése está muy bien… ¡pero el que no puedes dejar de leer es el que sacamos el mes que viene!

En Sexto Piso no son así, de modo que cuando recibí La luz difícil, de Tomás González, con un tarjetón en el que me decían, sin más, que «tienes que leer a este señor», no lo interrumpí todo para ponerme a leerla, pero precisamente porque intuí que tenían razón, que ésa era una novela para mí, y quería encontrar para ella una buena mañana, no leerla en los metros con buena parte de mi cabezota pensando en otras lecturas, en otros trabajos, en otros apremios.

No hay que confundir la intuición con los prejuicios, aunque tampoco conviene renegar del todo de estos últimos, que en general son grandes aliados del lector. Yo creo que los prejuicios son un mecanismo que Dios puso en nosotros para hacernos ganar tiempo cuando la mala calidad de un libro es tan previsible como la programación del Festival EÑE. Y, en ese sentido, la intuición sería un poco lo contrario, una especie de prejuicio positivo, un instinto o una inspiración: piensas, esto me va a gustar, y así sucede, aunque por otro lado siempre te sorprende.

Yo no sabía nada del escritor colombiano Tomás González (Medellín, 1950), pero el título precioso de esta novela, y no tanto su cubierta, muy atractiva, como su «aire», me despertaron curiosidad. «Hay libros que se leen por emanación», decía Juan Ramón Jiménez, y es exacto, pero sólo sirve para los que no merecen mucho la pena. Los buenos sólo pueden leerse por inmersión, y ése es el caso de esta novela tan breve como maravillosa (¡marabillosa!, dan ganas de escribir, por razones que sabe quien ya la haya terminado).

La luz difícil es una bellísima lección sobre cómo tratar literariamente un tema duro, uno de esos libros que sobrevuelan la muerte pero que reafirman salvajemente la vida. Salvajemente, sí, aunque también de un modo extraordinariamente civilizado, pausado y tranquilo.

«No hay que confundir la intuición con los prejuicios, aunque tampoco conviene renegar del todo de estos últimos, que en general son grandes aliados del lector»

En sus páginas, un pintor anciano, viudo y casi ciego que vive en un pueblo de Colombia echa la vista atrás para recordar y escribir el peor episodio de su vida, sucedido cuando vivía con su mujer y sus tres hijos en Nueva York, a donde llegaron tras unos pocos años en Miami. Aunque los detalles de los argumentos jamás han sido lo que convierte los libros en inolvidables (no sucede así ni en las buenas novelas de misterio), no quiero destripar nada, sólo avisar de que no se trata de un libro de duelo, sino, tal vez, de aceptación. La muerte está presente todo el rato, tanto por lo que ocurrió con su hijo Jacobo como por lo que inminentemente le espera al narrador cuando nos lo cuenta diecinueve años después, pero éste es, de modo explícito, un libro sobre la vida, y un libro que sin la más diminuta cursilería recuerda cómo y cuánto hay que cuidar, mientras podamos, a aquellos a quienes queremos

David, el narrador, es ateo, varias veces insiste en que la muerte no es nada, que casi no existe, nunca visita la tumba de su venerada esposa porque no siente que allí haya nada más que unos harapos y un montoncito de calcio… No se habla exactamente de la desaparición ni de la ausencia… Se mencionan, pero lo que se impone de una forma locuaz es el presente, la percepción de cada día que va teniendo el casi octogenario pintor, las tribulaciones privadas de la mujer que lo cuida, que podrían ser irrelevantes comparadas con la historia que cuenta el suceso recordado en su relato, pero que lo solapan a conciencia, con una, digamos, violencia expresiva: el pasado, por traumático o glorioso que sea, ha de opacarse ante las urgencias y las sorpresas de hoy, aunque puedan parecer inanes. Nada de hoy es menos importante o significativo que nada de ayer, parece querer decirse, y se susurra a través de los ojos de un pintor, unos ojos que se van oscureciendo día a día, apagándose paulatinamente aunque siguen mirando con apetito todo lo que lo rodea, y que tiene una sensibilidad muy especial para examinar y decir las diferentes variantes de la luz.

En esta novela no hay casi colores, porque es en general una novela triste, pero está llena de luz, porque es una novela hermosísima y reconfortante. Y que casi todo lo que se cuenta del pasado transcurra en una sola noche de insomnio desolador, a la espera de un desenlace ya remoto que sin embargo continúa doliendo, no resta vatios a la deslumbrante iluminación de estas páginas, sino que la matiza, la atempera, porque se trata además de una novela de una serenidad admirable, una serenidad indestructible, una serenidad total que Tomás González saber retratar y transmitir.

Me parece que es la primera vez en mi vida que escribo una reseña sin citar una sola palabra del texto. No hace falta. Yo la he subrayado mucho, aunque no es una novela de frases sino de mirada, de entonación sostenida, elevada pero a la vez apacible…, pero no es necesario reproducir aquí ninguno de sus hallazgos, ni de sus conclusiones, ni de sus bromas, que también las hay. Sólo hay que sumergirse y aprender, o asentir, o incluso disfrutar. Tenían razón en la editorial: tenéis que leer a este señor.

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