Los años peligrosos
«Los años peligrosos no han acabado, y el presente inmediato puede propiciar más irresponsabilidad pública y niveles más enconados de polarización»
Cualquiera que haya vivido lo suficiente y se haya acercado a la vida pública de Occidente, habrá notado cambios en la política. En los últimos quince años surgieron nuevas formaciones radicales, que en poco tiempo lograron imponer un nuevo estilo y unas nuevas ideas a los partidos mayoritarios; las innovaciones tecnológicas alteraron la manera en que circulan y compiten las ideas; de manera un tanto sorpresiva, el concepto de identidad -racial, sexual o nacional- cobró un lugar de extrema relevancia en la configuración de los nuevos relatos políticos; y la atmósfera social, debido al fenómeno del que más se ha hablado recientemente, la polarización, cada vez parece más densa y asfixiante.
Todos estos cambios, que no casualmente tienen un detonante claro, la crisis económica de 2008, y un elemento de refuerzo, la crisis de refugiados sirios de 2015, los explica con enorme claridad y lucidez Ramón González Férriz en su nuevo libro, Los años peligrosos. Por qué la política se ha vuelto radical, publicado en Debate. Analizando las ideas, la tecnología y la cultura, los tres ejes que suelen cimentar sus ensayos, González Férriz detecta como detonante del nuevo panorama el declive de una idea, el ordoliberalismo alemán. Las lágrimas que derramó Angela Merkel cuando Obama y Sarkozy le pidieron que rebajara la rigidez con la que estaba manejando la crisis económica, simbolizaban el declive de esta idea, de una economía fundada en la moralidad. Quien se equivocaba, como los países mediterráneos, debía pagar las consecuencias. Pero esta idea, que había funcionado en tiempos corrientes, estaba fracturando a Europa en tiempos de crisis. Cuando Mario Draghi, al frente del Banco Central, dejó el moralismo para buscar una solución técnica, el ordoliberalismo había perdido.
Al mismo tiempo, una población asustada e irritada dejó de creer en las viejas ideas y se repolitizó masivamente. Si en 2009 Vargas Llosa lamentaba la perdida del interés en la política, unos años más tarde veríamos las consecuencias del fenómeno inverso: la súbita movilización en las calles y en las redes, el surgimiento de partidos radicales, el consumo obsesivo, a veces enfermizo, de noticas políticas, y la mezcla de entretenimiento e información que engendró en infoteinment. De pronto las sociedades estaban tan politizadas, que la tertulia política desplazó al soft porn en los horarios nocturnos. La derecha estadounidense protestó contra los programas de rescate de Obama y su movilización derivó en el Tea Party, y en España los jóvenes escorados a la izquierda, temerosos por su futuro, protestaron en la plaza de Sol sin sospechar que acabarían lanzando el movimiento 15-M.
«La situación actual, en la que nadie confía en el sistema ni en las élites, los líderes intentan esquivar cualquier control o contrapeso, y los partisanos exoneran anticipadamente a su caudillo, han arrojado una política tóxica y de mala calidad»
Ambos fenómenos respondían al mismo miedo: la erosión de las clases medias. Y ambos, a pesar de estar sociológica e ideológicamente en las antípodas, cuestionaban el sistema, las élites y los partidos tradicionales. Su éxito popular acabaría transformando al Partido Republicano en Estados Unidos y al PSOE en España, y las dos insurgencias no tardarían en saltar a la otra orilla del Atlántico. El 15-M acabaría inspirando Ocupy Wall Street y el Tea Party a Vox. Para entonces era evidente que las redes sociales estaban potenciando una nueva dinámica de comunicación basada en la agresividad. A más radicalidad, más visibilidad, una lógica de la que no se excluyeron los medios digitales. Mayores audiencias significaban mayores ganancias en publicidad, y por eso su obsesión fue la viralidad. La animadversión y el tribalismo funcionó tanto para la prensa como para el político. Y eso contribuyó a que el debate ideológico mutara en un juego de posiciones: siempre opinaré lo opuesto a mi rival, no importa qué. Como espectáculo informativo y estrategia política, esta dinámica resultó adictiva.
La radicalidad de los mensajes políticos se afianzó cuando tocó la fibra más sensible de la ciudadanía: su identidad. La izquierda apostó por la reivindicación de las identidades minoritarias y por la justicia, que demandaba una revisión del liberalismo y de la modernidad occidental, mientras la derecha lo hizo por la identidad nacional, amenazada ahora, según decían, por las crisis migratorias y el progresismo. La primera reivindicó una justicia que pasaba por encima de la libertad de expresión; la segunda, una libertad que se fundaba en la defensa de la pureza nacional.
Después de poner orden al caos de acontecimientos que nos han sobresaltado desde 2008, la lección que extrae González Férriz es que la repolitización de la sociedad, lejos de ser virtuosa, ha sido dañina para la democracia. El clima político y las políticas públicas mejoran cuando las personas pueden desentenderse de los asuntos públicos y confiar en la Administración -las élites-, y en los medios y organismos que deben controlarla. La situación actual, en la que nadie confía en el sistema ni en las élites, los líderes intentan esquivar cualquier control o contrapeso, y los partisanos exoneran anticipadamente a su caudillo, han arrojado una política tóxica y de mala calidad.
Lo más alarmante es que González Férriz, que suele ver la realidad con la sensatez y calma de quien sabe que ningún fenómeno es del todo nuevo y nada es tan grave como se anuncia, en este libro se muestra pesimista. Los años peligrosos no han acabado, y el presente inmediato puede propiciar más irresponsabilidad pública y niveles más enconados de polarización.