Hablemos de fútbol
«Es un deporte-juego que produce más fácilmente que otros los incentivos que ha de tener todo gran espectáculo: admiración ante la perfección y emoción»
El sábado pasado vi en televisión cómo el Real Madrid ganaba a la Unión Deportiva Las Palmas (1-2) y luego oí en la radio cómo el Barcelona perdía en casa contra el Villarreal (3-5). ¡Qué gozada!
Quienes inventaron el balompié tal vez buscaban entrenar a la juventud victoriana en la lucha militar en pro de su imperio. Naturalmente, prefiero otras hipótesis que permitan admirar la inteligencia de aquellos ingleses. Orientar las pulsiones agresivas, engañándolas mediante todo tipo signos identitarios (banderas, himnos, uniformes, colores) para conducirlas no a la lucha sangrienta sino al triunfo incruento es —bajo esta hipótesis amable para con tales inventores— una genialidad humanitaria y filantrópica.
Los torneos medievales pretendían reducir la lucha sin cuartel a una «justa» en la que los nobles caballeros se atenían a unas reglas prefijadas, pero aquello tenía más de circo romano que de encuentro deportivo. El deporte moderno no es de élites sino de masas y son las masas quienes de entre sus filas suministran las élites, los superdotados deportistas que hacen vibrar al público. Y entre todos los deportes de equipo (porque es en equipo como, de verdad, se defienden nuestros colores) destaca el fútbol. ¿Por qué?
El fútbol es un deporte-juego que produce más fácilmente que otros los incentivos que ha de tener todo gran espectáculo. A saber: 1) admiración ante la dificultad superada, es decir, ante la perfección y 2) emoción.
Y, además, con los pies, es decir, sin utilizar (excepto el portero y el saque de banda) las manos, lo que añade serias dificultades al aprendizaje y al manejo.
«El fútbol, mucho más que la inmensa mayoría de deportes, está lleno de incertidumbre»
La emoción en el fútbol es el resultado de todos los lances del juego, y especialmente se deriva de la incertidumbre y de la escasez de goles. El fútbol, mucho más que la inmensa mayoría de deportes, está lleno de incertidumbre. Tan es así que, con frecuencia, un equipo de indudable menor calidad vence a otro con futbolistas fichados por cantidades hipermillonarias. A esa incertidumbre colaboran en gran medida las reglas y sus intérpretes, los árbitros.
Un deporte que ha consagrado la regla del fuera de juego ha renegado de la sencillez (en las reglas y, sobre todo, en su interpretación). Intentemos definir la falta llamada fuera de juego (off side), que consiste en penalizar no una acción, sino una posición. Esta falta se sanciona cuando, en el momento en que el jugador A toca la pelota, entre el jugador B de su mismo equipo —a quien va destinada y estando B más allá de la línea que divide los dos campos— y la puerta contraria hay menos de dos jugadores adversarios.
Cualquiera que sin saber algo de fútbol lea esta definición la calificará de galimatías, y lo es, pero lo más grave no está en la definición de la falta llamada fuera de juego, sino que aplicar la norma exige que el árbitro (en este caso el juez de línea) mire simultáneamente hacia dos puntos: el pie con el que el jugador A está golpeando la pelota y la posición del jugador B. Puntos que, con frecuencia, distan entre sí cuarenta o cincuenta metros. Como es sabido, el cerebro humano no está en condiciones de discernir en tales casos con una mínima precisión los mensajes que recibe a través del nervio óptico. Esto lo sabían quienes hicieron la norma y lo saben quienes la mantienen.
Por eso se ha creado el VAR, que ha anulado muchos más goles por fuera de juego de los que se anulaban antes.
Por eso odio el VAR y odio el fuera de juego. Algo hay que odiar.