El odio entre españoles
«Este es un país en el que cancelamos a quien piensa diferente mucho antes de la moda ‘woke’, sin atender a razones, valías o méritos. Despreciamos el debate»
No hay nada que dé más asco a un español que otro español. Ese desprecio no procede solo de la falta de autoestima por el complejo de inferioridad respecto a «Europa», ese estúpido mantra de los regeneracionistas. Ni por la vergüenza desatada por la casposa Leyenda Negra que nos caricaturiza como bestias genocidas, y que aquí tiene altavoces en coche oficial. Quizá proceda de esa costumbre de combinar con habilidad el dogmatismo, la ignorancia y el empecinamiento, lo que nos proporciona una necesidad constante y necia de tener razón, de quedar por encima.
Esa mentalidad nos lleva a considerar que un buen puñado de españoles que no piensan como nosotros sobran y han sobrado siempre. Lo aceptamos sin más. Un buen ejemplo lo proporciona Sánchez, que es una anomalía en Europa pero una normalidad en España. No hay un presidente de Gobierno en el continente que diga con orgullo que su referente histórico es un político que predicó la guerra civil como tránsito al socialismo. Aquí Sánchez dijo en 2021 que «Largo Caballero actuó como queremos actuar hoy nosotros». Lo soltó y no pasó nada dentro de las filas socialistas ni en la prensa de izquierdas.
Ese cainismo no viene de ahora, ni lo ha inventado el sanchismo aupado sobre la polarización hueca. Son los dos campechanos que pintó Goya abriéndose la cabeza con una garrota; y ya en aquel entonces era un tema viejo. Es ese odio de campanario que retrató muy bien Simone Weil en La guerra de España, una obra que acaba de publicar Página Indómita con una selección de los textos que escribió con motivo de la última guerra civil.
La filósofa francesa estuvo ocho días en el frente de Aragón, en agosto de 1936, en un pequeño pueblo, junto a un grupo de la Columna Durruti. Tuvo un accidente y volvió a Barcelona, lo que salvó su vida. En ese tiempo vio cómo se mataba en nombre de la libertad, de la justicia y de España, a un lado y otro, pisoteando todo lo que fuera libre, justo y español.
Se mataba sin preguntar, porque sí, por sospechas o venganzas. Lo cuenta Weil en un artículo recogido en el libro titulado Reflexiones que disgustarán. Los «buenos camaradas», escribió, se iban a indignar cuando supieran la verdad (acertó, porque tras su publicación consiguió el rechazo del Partido Comunista Francés y de los anarquistas). Al igual que en la Rusia de Lenin, el Gobierno de Largo Caballero, anunció Weil, permitía la violencia sin límites incluso entre la gente de izquierdas, con «casos de inhumanidad» contrarios al ideal humanitario. Matar prevalecía sobre cualquier proyecto político, sentenció la filósofa.
«Vivimos rodeados de profetas y feligreses que creen haber recibido las tablas de la ley que los convierten en propietarios de la verdad»
Lo que vio era odio en estado puro, desatado, sin piedad. Durante los tres primeros meses de la guerra, escribió, los responsables públicos fusilaron «sin el menor simulacro de juicio». Era la «mentira organizada», la muerte disfrazada de ideal político, que permitía que saliera lo peor del ser humano. Bien, pero para salir fuera primero debe estar dentro, incubándose, deseando escapar y tomar cuerpo. Esa repugnancia al vecino, al compatriota, al otro, estaba ahí esperando el momento propicio, la impunidad que otorga el poder.
Es cierto que esto ha ocurrido también en otros países europeos, y que quizá esto consuele a algunos. Pero hoy alardeamos de tecnología, educación y cultura, de civismo y bonhomía, y, sin embargo, de cuando en cuando sale esa naturaleza cainita. Es curioso ver cómo aflora ese mal disimulado odio. En nuestro país es un fenómeno cotidiano más profundo que en otros países porque aquí padecemos esa imbecilidad de los nacionalismos. Además, las ideologías salvadoras nos cercan. Vivimos rodeados de profetas y feligreses que creen haber recibido las tablas de la ley que los convierten en propietarios de la verdad frente a los otros, seres despreciables por opinar lo contrario.
Este es un país en el que cancelamos a quien piensa diferente mucho antes de la moda woke, sin atender a razones, valías o méritos. Despreciamos el debate. Preferimos apartar al otro, hablar mal de él o de su obra a sus espaldas, y luego hacer como si no existiera. Y si es desde el anonimato, mejor. Nos encantan las trincheras y disparar al distinto. Nos rompemos las manos aplaudiendo a quien opina igual que nosotros, lo endiosamos y adoramos, hasta que un día dice algo que no nos gusta y lo dejamos caer para que se hunda en los infiernos. Sí; se ladra mucho y se piensa poco. A menudo alardeamos de integridad y dignidad, de patriotismo y sentido cívico, pero nos gusta ver la desgracia en la acera de enfrente (valga como ejemplo la sequía en Cataluña).
Acertó Simone Weil. En esta España se ve diariamente que un ideal, una noticia o una opinión es un ardid para juntar filas y excluir al otro. En el fondo no es más que una demostración educada del odio. El episodio de Savater en El País es un buen ejemplo. En demasiadas ocasiones es evidente que solo queremos la tribu, el cántico al unísono, el colectivo protector, el rebaño de ovejas que se convierte en manada de lobos, como señaló Georg Simmel hace cien años. No importa lo brillante que sea el principio o la promesa, como escribió Weil tras ver la actuación de los españoles, si la victoria pasa por el «exterminio del adversario». Es una buena lección.