THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Tolerancia y teatralidad

«¿De verdad hay algo que escandalice a la clase política? ¿Hay algo que escandalice a cualquiera de los que desarrollan en su interior la pulsión del poder?»

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Tolerancia y teatralidad

Ilustración de Alejandra Svriz.

Quiso el azar que el martes estelar del diputado Ábalos, encendiera la televisión poco antes de comer, cosa que no hago nunca hasta después de haber comido. De pie y sin llegar a sentarme fui cambiando de cadena hasta topar —puro azar, ya digo— con el Napoleón de Abel Gance. La escena que apareció fue la de Danton camino de la guillotina, mientras el Comité de Salud Pública, presidido por Robespierre seguía elaborando sus listas y éste miraba por la ventana la llegada al patíbulo de su rival, antes compañero. Danton exigía al verdugo que una vez decapitado alzara bien su cabeza ante el populacho —una costumbre que excitaba los ánimos en la plaza— y Robespierre, abandonaba la ventana, se ponía unos lentes oscuros —las gafas del sol del XVIII— y se sentaba en su escritorio, hierático y rodeado de los suyos. En la mirada y sonrisa de uno de ellos —pensé en Saint-Just, que también acabaría en la guillotina— habitaba el sadismo que suele acompañar al puritanismo (falso) en lo político. 

Hasta ese día llevábamos una semana escuchando la expresión «tolerancia cero» en labios de distintos políticos del Gobierno y aledaños. Tolerancia cero por arriba y tolerancia cero por abajo, acompañada por una expresión de escandalizada indignación, digna del Actors Studio. ¿De verdad hay algo que escandalice a la clase política? O de otra manera: ¿hay algo que escandalice a cualquiera de los que desarrollan en su interior la pulsión del poder y conocen sus mecanismos?

Hace muchos años, oí decir que un político no era libre para ser él mismo hasta que no cometía un crimen (se supone que simbólico). La frase quizá viniera de Maquiavelo, pero quien la dijo se refería a que ningún político toma el mando real de su partido hasta que no decapita a quien —o quienes— le impedían el paso, para después hacer lo mismo con quien –o quienes– más cerca han estado de él en su toma del poder. O sea, los que le han aupado hasta allí. La cosa parecía una crónica de Suetonio o de la época de Stalin, pero a cualquiera que no viniera vacunado contra el ejercicio de la política, le habría bastado escuchar eso para apartarse de la plaza pública si alguna vez tuvo intención de ejercer en ella.

Los que, de una manera u otra, hicimos política en la universidad de los 70 —ingenua, ilusionante y sin salida real (como la edad que teníamos)— supimos que la tolerancia era una de las cosas que entonces necesitaba España para desembocar en la democracia; es decir, en la convivencia civil. En aquellos días, año 1973, el poeta José Agustín Goytisolo publicó su mejor libro de poemas, cuyo título era, precisamente, Bajo tolerancia. Aún recuerdo a veces su Vida de Lezama, su Bolero —donde se transparenta la figura de Jaime Gil de Biedma— o su Canción de un escriba egipcio de la VI Dinastía, tres poemas estupendos. Como recuerdo que la tolerancia de su título también era un deseo de libertad. La que desapareció, por ejemplo, durante el régimen del Terror, promovido por Saint-Just y adoptado por Robespierre. Y la que no contemplaban en aquella universidad de los 70 ni los comunistas, ni la extrema derecha. El pensamiento libre, ese peligro.

«El primer día que se escuchó la expresión ‘tolerancia cero’ se inició otro rumbo enfermizo para la democracia»

No es mi intención establecer comparaciones desmesuradas, pero el primer día que se escuchó —hace ya varios años— la expresión «tolerancia cero» con la satisfacción de haber hecho un gran hallazgo en el lenguaje público, se inició otro rumbo enfermizo para la democracia. Por muy justa que fuera la condena de ciertos comportamientos —desde el abuso sexual a la corrupción económica— esa expresión, utilizada por la derecha y por la izquierda, abría una brecha por donde se iban a colar distintas conductas antidemocráticas.

Y no se trata de disculpar aquello que empeora y degrada tanto a las personas que cometen la acción reprobable —antes lo llamaban pecado— como a la sociedad entera, no se trata de eso. Pero cuando los cuchillos verbales de «tolerancia cero» vuelan por aquí y por allá y los discursos se hacen aparentemente inflexibles, crece la sospecha de que las luces del gran teatro del mundo están a punto de encenderse para una nueva función de Tartufo, o la hipocresía del falso puritanismo. Ha pasado siempre y pasará siempre también: desde los tiempos de la Inquisición al de los juicios populares. Cae quien ya ha caído —que en política suele ser también un teatrero de tomo y lomo— y los demás, a levantar la bandera de la honorabilidad en medio del caos. O sea, a practicar el sálvese quien pueda y seguir medrando, no sea que le atropelle a uno la siguiente carreta camino del patíbulo.     

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