¿Literatura de izquierdas?
«Para reconocer la ‘buena’ literatura, hay que cuestionar su capacidad para alumbrar en los lectores, la libertad de expresión y la complejidad de lo humano»
Hace no mucho tiempo, en el extranjero, fui testigo de un acto organizado por el Instituto Cervantes. Era un coloquio entre dos escritores españoles. Más concretamente, un novelista y una novelista. Aunque, por supuesto, ninguno dijo estas cosas explícitamente (no en vano son novelistas, que para decir las cosas «sin complejos» ya tenemos otros gremios especializados), tras las lecturas de los textos que ambos llevaban preparados me quedaron bastante claras tres cosas, que mencionaré en orden de mayor a menor claridad.
La primera, que los dos eran de izquierdas. Para los ciudadanos corrientes, ser de izquierdas significa simpatizar con —o militar en— un partido de izquierdas, pero en el caso de los escritores significa una cosa mucho más radical: estar en contra del capitalismo. Que ambos lo estuvieran no me pareció extraño, ya que en la mayoría de las comunidades autónomas es un requisito previo para poder presentarse a las oposiciones a escritor. No es que se exija un comprobante de a quién se vota en las elecciones o un certificado de residencia en Cuba, Corea del Norte o Laos: ser escritor (y, por tanto, anticapitalista) es perfectamente compatible con el voto secreto y con la recepción de todo tipo de premios y honores del capitalismo, lo único que se pide es manifestar públicamente la fe cada vez que haya ocasión.
La segunda cosa que me quedó clara fue que su literatura (la que ellos escriben) es de izquierdas y anticapitalista. Esto me pareció mucho más asombroso: así como durante algún tiempo se conservó en la Oficina Internacional de Pesos y Medidas de París un metro de platino iridiado, me pregunté inmediatamente dónde se guardaría el calibre que permite discriminar entre literatura de izquierdas y de derechas, o capitalista y anticapitalista. Porque sería muy interesante someter a ese calibre algunas obras que pasan por canónicas en la literatura universal. ¿El Quijote es una novela de izquierdas? ¿Lo de arremeter contra los pobres molinos no es un síntoma de negacionismo climático? ¿En busca del tiempo perdido es de derechas? Porque en su día se criticó mucho que Proust recibiese el Premio Goncourt, alegando que su obra era la de un aristócrata relamido y nostálgico del antiguo régimen (Louis Aragon escribió entonces algo de este tenor). Claro, que probablemente hoy día ser judío y homosexual cuenta casi como ser de izquierdas, aunque en este momento, para mayor seguridad, sería preferible ser lesbo-palestina. ¿Moby Dick es una defensa del capitalismo o un alegato a favor del comunismo?
Y otra pregunta: ¿puede un autor de izquierdas escribir una novela de derechas, ya sea voluntariamente o sin darse cuenta? ¿O el izquierdismo del escritor pasa directamente a la novela que escribe y determina su orientación política, de la misma manera que, según dicen, la catalanidad o la andalucidad de los escritores nacidos en Cataluña o Andalucía pasa subrepticiamente a su literatura convirtiéndola ipso facto en literatura catalana o andaluza? ¿O a lo mejor es que las novelas de izquierdas llevan, ya sea en la faja con la que se exponen en las librerías o en algún lugar destacado de su contraportada, la etiqueta «anticapitalista», como esas urbanizaciones de alto standing que lo único que tienen de alto standing es el cartel con el que la promotora las anuncia como tales? Sea como fuere, el Santo Oficio de los escritores de izquierdas debería elaborar un Index librorum prohibitorum para redefinir el canon de la historia de la literatura de manera que, antes de abrir un libro, supiera uno ya de antemano a qué atenerse y estuviera prevenido contra la posibilidad de entrar ingenuamente en una sucia complicidad emocional con el Enemigo. Creo que a estas alturas ya debe existir esa lista negra.
«¿El Quijote es una novela de izquierdas? ¿Lo de arremeter contra los pobres molinos no es un síntoma de negacionismo climático?»
Pero todas estas reflexiones mías se vieron truncadas y superadas por la tercera de las cosas que me quedó clara del discurso de aquellos ponentes: que la literatura (no la de estos dos escritores, sino la literatura a secas, es decir, la que puede con plena dignidad llamarse por este nombre) es de izquierdas y anticapitalista. Fue un enorme alivio enterarme. Ya no sería preciso, por tanto, reescribir el canon: las obras de Sófocles, Shakespeare, Goethe, Baudelaire, Oscar Wilde, Hemingway, Virginia Woolf, Clarín, Stendhal y compañía, en la medida en que son buena literatura, son indiscutiblemente obras anticapitalistas y de izquierdas. ¿Por qué? Pues simplemente porque son buenas. Es decir, de izquierdas. Ya, ya sé que Stalin también era de izquierdas, y parece que su bondad era algo limitada. Pero todo lo que hizo lo hizo con buena intención, que es lo que cuenta.
Seguramente preocupado por esta conclusión, un cineasta y músico español, que se encontraba en las primeras filas entre el público, preguntó muy atinadamente si aquello tenía que ver con lo que en otros tiempos se llamó literatura comprometida. Esta pregunta trajo a colación algunos nombres de escritores (como Arturo Pérez Reverte, Michel Houllebecq o L.-F. Céline), que no sabría decir si son de derechas ellos o sus novelas, porque para lo primero tendría que saber a quién votan (y el voto aún es secreto), y para lo segundo necesitaría el antes citado calibre, que por desgracia no está a mi alcance. El novelista que estaba en el estrado se apresuró a matizar, con bastante acierto para mi gusto, que por muy deplorables que fuesen las ideas políticas de Céline, uno podría retirarle el saludo, pero no expulsar de la literatura su Viaje al fin de la noche y que, pensase uno lo que pensase del autor de Sumisión, tampoco se podía dejar por ello de leer a Houllebecq (de Pérez Reverte no se dijo nada más, porque al parecer no se le puede indultar ni amnistiar debido a su encuadramiento en la fachosfera, ese invento tan francés como los tomates ecológicos españoles incomestibles). Con todo, esta salvedad me tranquilizó momentáneamente, porque me pareció una autorización para que uno pudiera seguir leyendo a Fitzgerald o a Eurípides sin necesidad de clasificarlos políticamente.
Pero la novelista que estaba también en el escenario acabó inmediatamente con mi tranquilidad, declarando, algo enfadada, que estaba hasta el gorro de que se utilizase siempre el nombre de Céline en este contexto, porque se trata de un caso completamente excepcional: salvo él, afirmó, todos los escritores de derechas son literariamente deplorables. Durante una décima de segundo, pensando en esos escritores que en las solapas de sus libros se confiesan anticapitalistas (o, lo que viene a ser equivalente, transexuales o víctimas de la gordofobia) para aprobar las oposiciones a las que antes me referí, se dibujó en mi mente la descabellada frase: «y la inmensa mayoría de los escritores de izquierdas (si de esta condición era emblema la novelista que formulaba la tesis) también».
Pero en seguida me di cuenta de hasta qué punto, en nuestro país y en otros, el virus que padecían estos dos autores ha emponzoñado la literatura y, en general, la lectura y la escritura, de un modo mucho más dañino que la digitalización, las redes sociales o la inteligencia artificial. Me refiero al virus de la politización total, característico de las dictaduras y los regímenes autoritarios, pero que cuando se inocula en las democracias extiende las diferencias políticas o ideológicas más allá de su terreno de juego propio (los parlamentos), y no sólo inunda con ellas todos los aparatos del Estado (incluidos los tribunales), sino también hasta el último rincón de la sociedad civil, incluidos los medios de comunicación, las artes y las letras, de tal modo que van desapareciendo los espacios en los cuales los ciudadanos que piensan de manera distinta pueden entenderse y llegar a acuerdos a partir de lo que tienen en común. Y ello me inclina a creer que, si hubiera que elegir un síntoma para reconocer la «buena» literatura, éste sería más bien su capacidad para cuestionar esas simplificaciones que dividen a los hombres en buenos y malos o amigos y enemigos, y para alumbrar en los lectores, con la luz de la libertad de expresión, la ambigüedad y la complejidad de lo humano. Esa literatura cuyas obras no se dejan convertir en armas arrojadizas de una guerra cultural cuya primera víctima es esa complejidad irreductible. Por el contrario, expresiones como «literatura de izquierdas» (o «de derechas»), del mismo modo que «música feminista» o «poesía anticapitalista» son, como el «nacionalismo de izquierdas» o el «separatismo progresista», monstruos semánticos cuya instrumentalización política arruina de antemano las virtudes que pudieran contener en su interior los productos que llevan esas estúpidas etiquetas sin que casi nadie se aperciba de que son fórmulas tan contradictorias como el «hierro de madera» y el «cuadrado redondo».