Restitución de la poesía
«La poesía es un territorio sintáctico, de sintaxis del alma: el sitio predilecto en el que atrincherarse de los patanes que nos rodean»
Hay que tener siempre un libro de poesía a mano. Como lector me lo impongo. Y como ciudadano. Decía el Ramón Trecet de Radio 3: «Buscad la belleza, es la única protesta que merece la pena en este asqueroso mundo». Nos imprimimos esta frase durante años en todas las sobremesas, justo en el tiempo de la pasión por la poesía. Hay que restituir aquella pasión, para restituirnos.
Nunca me ha abandonado, por lo demás, pero renace ahora intensamente como uno de los reductos últimos. La poesía es un territorio sintáctico, de sintaxis del alma (y del alma del mundo): el sitio predilecto en el que atrincherarse de los patanes asintácticos que nos rodean. Y también del patán que, como el animal de Battiato, llevamos dentro. Hay que huir del (¡asintáctico!) taxista interior que nos malbarata.
Las primeras semanas del año las he dedicado a leer la poesía completa de Francisco Brines, Ensayo de una despedida (Tusquets). Antes leí Cuando hable el gato de Álvaro García (Pre-Textos) y después Doce lunas de Eduardo Jordá (Fundación José Manuel Lara), bajo cuyo influjo escribo. Hoy empezaré Común presencia, una antología del gran surrealista francés René Char (en la edición bilingüe de Alianza Tres, traducida por Alicia Bleiberg). No se me olvida el título de la necrológica de Octavio Paz a este poeta: «René Char no nos engaña». El apetito por Brines me lo despertó Luis Antonio de Villena con uno de los mejores libros del año pasado, su Brines. La vida secreta de los versos (Renacimiento), amenísimo además.
«El efecto es el de un recital de Jordá, pero un recital íntimo para cada lector en su rincón»
Villena escribió un libro sobre la vida secreta de sus propios versos, Los días de la noche (Seix Barral), en que dedicaba un texto en prosa a cada uno de los poemas de Hymnica, su poemario más gozoso. Andrés Trapiello hizo también un libro bellísimo sobre su recorrido vital con prosas y poesía, La Fuente del Encanto (Fundación José Manuel Lara). A esta tradición mixta, que cuenta con clásicos como la Vida nueva de Dante o Sendas de Oku del japonés Bashō, pertenece el mencionado libro de Eduardo Jordá que acabo de leer y que es una novedad de 2004.
De Jordá he leído libros narrativos, de viaje, de ensayo, sus artículos y por supuesto sus libros de poesía. Creo que Doce lunas es el mejor de todos y el más completo, porque reúne todo lo que es, en grado de excelencia. Recoge 56 poemas, aquellos que el poeta rescata de todos los que ha escrito, y un texto en prosa a continuación de cada uno. En estos textos hay una narración, una reflexión, una estampa, un comentario, o la mera consignación del momento que inspiró el poema que acabamos de leer. Tanto los poemas como estos textos en prosa funcionan por separado, pero su reunión los potencia. El efecto es el de un recital de Jordá (también en su acepción valorativa, admirativa): pero un recital íntimo para cada lector en su rincón.
La poesía de Jordá, limpia, honda, sin juguete retórico, más anglosajona que francesa, cernudiana sin dureza, narrativa a veces, otras contemplativa, permanentemente en el filo del curso biográfico, con sus alegrías y sus penas, con la belleza que asalta, con percepción del entramado y el miedo, lúcida pero confiada, delicada y generosa, es un magnífico ejemplo de restitución.
En el primer poema (y en el prólogo) Jordá habla de la poesía: frágil, milagrosa, sin explicación, «no sabemos por qué, pero sucede». En el último, el que da título al libro, asocia las fases de la vida a los 12 meses del año. Para diciembre escribe: «Y no hay sino memoria que regresa / con las manos vacías, y una casa / desierta, y la certeza de que nunca / volveremos a ver a quien se ha ido». Pero al poema podemos volver siempre.