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José Antonio Montano

Silvia Tortosa con retraso

«Para mi generación fue y será siempre la musa de ‘Aplauso’. Y siempre estará presentando con absoluta profesionalidad a los cantantes de la época»

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Silvia Tortosa con retraso

Silvia Tortosa.

Se murió Silvia Tortosa cuando me encaminaba a Lisboa y no me pude despedir. Lo hago ahora, con retraso. Me sorprendió que la recordaran como «musa del destape». Tal vez lo fuera, pero no para mi generación, la más nutrida, que no parece que esté decidiendo los titulares de los periódicos. Para nosotros fue y será siempre la musa de Aplauso. Y siempre estará presentando con absoluta profesionalidad a los cantantes de la época. La estoy viendo ahora: era su presencia y su voz; su pelo rubio; su gestualidad precisa y sonriente, sin un fallo. Eran los tiempos de la música disco, justo antes de la Movida. Su elegancia moderna pronto quedaría anticuada.

Tengo dos historias con ella. Se ha puesto de moda denostar las necrológicas en que el necrólogo se interpone. Pero a mí me gustan, porque no se interpone: simplemente ilumina los momentos en que el personaje que ha muerto se mostró para él. Entonces revive con ese flash.

«En mi foto había una mancha de tinta azul: el sudor de mi mano lo había borrado»

Cuando estaba en la cumbre de su fama con Aplauso, Silvia Tortosa entró en mi bloque de barrio malagueño. Estaba saliendo con un cantante de aquí, José Umbral (¡yo conocí ese apellido adosado a José y no a Francisco!), cuyos padres vivían en la otra escalera. El padre de él murió y ella lo acompañó cuando vino al velatorio. Se corrió la noticia cuando ya estaba dentro. Cinco o seis niños decidimos presentarnos entonces en el piso para que nos firmara un autógrafo. A alguna madre se le ocurrió que llevásemos fotos nuestras. Y así, cada uno con su foto en la mano, llamamos al timbre. «¿Está Silvia?». Entramos muy formalitos, en fila, les dimos el pésame a los familiares y nuestra foto a Silvia, que fue encantadora: nos plantó dos besos a cada uno, nos preguntó el nombre y lo escribió detrás de la foto, con su firma. Nos sonrió todo lo que le permitían las circunstancias. Yo estaba nervioso. Tampoco era ajeno a las circunstancias. En cuanto salimos, miramos con ilusión qué nos había escrito. En mi foto había una mancha de tinta azul: el sudor de mi mano lo había borrado.

Treinta años después, pasé una tarde y una velada con ella. Cuando nos presentaron no le dije que yo fui uno de aquellos niños malagueños, de los que sin duda se acordaría, por las circunstancias. Para entonces era solo un guionista que tomaba notas. El creador y productor de una nueva serie me daba alojamiento en su casa de la calle Lagasca de Madrid, frente a la Embajada de Italia. En los preparativos iba recibiendo a los actores y actrices en el salón para charlar con ellos y perfilar sus personajes. De eso tomaba yo notas. Silvia acababa de cumplir 60 años y había hecho para una revista (creo que Interviú) un reportaje picante con el título Los felices sesenta.

La charla fue tan agradable que el productor la invitó a que se quedara a cenar. «Descorcharé uno de mis mejores reservas para la ocasión». Cenamos los tres en la cocina y la delicia se prolongó. Yo hablé poco, he de decir. No llegué a establecer confianza. Por eso me azoré cuando a la una de la madrugada me pidió que la acompañara al párking para coger su coche. Cruzamos algunas palabras en el ascensor, más bien formales. Caminamos por el párking hasta su coche. Lo abrió. «¿Y si…?», se me pasó por la cabeza. ¡En homenaje al niño, hombre! Pero no le insinué nada. Tampoco capté en ella ninguna invitación. Nos dimos dos besos de despedida. Entró, arrancó y se fue. Otro borrón azul.

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