Integridad de Luis Cernuda
«Luis Cernuda, que nunca tuvo nada, salvo la gloria del poeta, es utilizado por Luis García Montero para su agenda ideológica, indefectiblemente sectaria»
Ahora Luis Cernuda, que nunca tuvo nada, salvo la gloria del poeta, y que pagó muy cara su integridad (la pagó con todo), es utilizado por Luis García Montero para su agenda ideológica, indefectiblemente sectaria. Los cernudianos que hemos tenido la cortesía, para con Cernuda, de mantenernos en una cierta intemperie nos revolvemos contra la apropiación del poeta catedrático (¡con la de problemas que tuvo Cernuda con los poetas catedráticos!) y director del Instituto Cervantes, nombrado por el Gobierno al que defiende, Cernuda en mano.
En su última columna en El País, Los equidistantes, García Montero habla de «la deriva antidemocrática que vive la derecha española». Un sintagma por supuesto falaz, y muy de Moncloa. Y una y otra vez «la derecha», como en todas sus intervenciones. La historia es una película de buenos y malos y los buenos son los suyos. El pensamiento de Cernuda era más ofuscado. Despreciaba a los franquistas (sus palabras contra ellos tienen una rabia que jamás alcanzará García Montero), pero también a los republicanos que le censuraron en la revista Hora de España los versos homoeróticos de su homenaje a Lorca, A un poeta muerto (F. G. L.), y al «sacripante del Partido» que se llevaba a los sospechosos en Valencia durante la guerra civil.
«Cernuda ya posee en el verano de 1938 la mentalidad que, cuarenta años después, propiciaría la Transición»
En la documentada biografía Luis Cernuda de Antonio Rivero Taravillo (Tusquets), se ve que en la guerra Cernuda es un republicano desilusionado de los comunistas, que lee Retour de l’URSS de André Gide cuando otros aplaudían a Stalin (y lo seguirían aplaudiendo durante lustros, para luego hacerse los tontos). Cuando hoy tenemos que tragarnos las tergiversaciones de la, así llamada, memoria histórica, Cernuda ya posee en el verano de 1938 la mentalidad que, cuarenta años después, propiciaría la Transición. Surge el rumor de que un pacto entre los combatientes va a terminar con la guerra civil, y Cernuda le escribe a su amigo Rafael Martínez Nadal:
«Mi querido Rafael: ¿has leído las declaraciones de Franco? No sé si los periódicos de ahí reproducirían unas declaraciones de Vayo a un periodista de L’Oeuvre. Chico, creo que el pacto está en puertas. Tengo una alegría enorme. Creo que pronto podremos volver a España. Lo horrible es pensar en los muertos, para después llegar a lo mismo aun alegrándonos de volver a lo mismo, porque esa es la única solución posible. Y Federico… Cuando me acuerdo de esto siento remordimientos por alegrarme del fin de la guerra y de la vuelta a España. […] Si este pacto que se vislumbra es cosa segura, yo regresaría sin perder tiempo».
Esa es la actitud limpia: vital y trágica; no las monsergas puritanas de hoy, efectuadas normalmente por los sucios. Ese anhelo de pacto no es incompatible, sino justo lo contrario, con la integridad: son dos ramas del mismo tronco. En la biografía hemos asistido a las penurias de Cernuda por Inglaterra y París, cómo busca pequeños trabajos de supervivencia. Martínez Nadal al fin le consigue algo: una colaboración mensual en la revista Blackfriars, de los dominicos de Oxford. Pero Cernuda la rechaza:
«Lo que no podría decidirme a aceptar sería la publicación en esa revista. No por ser católica, en modo alguno, sino por tener un partido en la guerra de España. ¿Comprendes lo que siento? No soy capaz de odio hacia otros españoles, pero por eso mismo quisiera mantenerme fuera de cualquier bando. Aparte de que si aceptara, muchos podrían interpretarlo como un intento mío de abandonar a los casi vencidos por los vencedores. Bastante he sufrido en España y pocos o ningunos miramientos debo allí a nadie; al contrario, injusticias es lo que les debo. Pero está demasiado cerca mi salida de España, y los republicanos en demasiada mala situación para que esa colaboración pareciera poco generosa de parte mía».
Lo mismito que García Montero. Como decía André Breton: «Parece ser que hay un modo más o menos digno de conducirse, y basta».