Ni un mísero plátano
«Pedro Sánchez ha copiado el manual de Podemos y ha asumido su dialéctica. El Estado es un padre bondadoso, el pueblo un puñado de hijos revoltosos»
Viajo en un tren en el que no venden fruta. Pastelitos sí tienen en varios formatos y sabores. Me sugiere la camarera que escriba a la web de la compañía, que a lo mejor se lo plantean. «¿Tú crees?», le pregunto. «Por probar…». Pienso en la cantidad de dinero gastado en campañas públicas para promover los hábitos saludables. Suponiendo que hagamos caso a los consejos institucionales, que acabemos detestando la bollería industrial, que evitemos el pan y los aceites, luego uno hace un viaje de tres horas a las siete de la mañana y no puede comprarse un plátano.
Puedo vivir con ello, no penséis mal; he desayunado una tostada bien pringosa. Pero no parece coherente; la autoridad pocas veces lo es. El poder es, sobre todo, desconcierto. Exigir lo que uno no hace. Dar lo que nadie pide y escamotear lo que lleva tiempo siendo una necesidad. Criticar el consumo de carne y organizar una barbacoa en el jardín de casa. Combatir el cambio climático y disparar el uso del avión privado. Hablar de unión, de horizontalidad y de escucha y terminar rompiendo un bloque por capricho e hiperliderazgo. Para mandar vale cualquiera, para gobernar sólo unos pocos.
Una cosa es ser permeable a las opiniones ajenas, juro que es mi caso, y otra es aguantar lecciones de todo el mundo. La línea es finísima y la paciencia es poca. Aconsejar es mirar desde la misma altura, es un diálogo de tú a tú, un intercambio de pasados, un estriptis de miserias. Pero aleccionar, ay dios, eso exige elevación, paternalismo y un suave desprecio.
La política también puede moverse en esos espacios. Uno nota pronto cuando un alcalde, un presidente o un consejero se dirige al ciudadano con la mirada limpia y un tono constructivo. Cuando su intervención es poco más que una confesión. Esto queríamos hacer y esto hemos hecho. Esto pienso yo y esto piensan los demás. Frases cortas, accesibles y futuras. No hablo de naturalidad. No hablo de campechanía. Dios me libre de los políticos vulgares y de los padres que quieren ser amigos de sus hijos. Es solo ponerse enfrente de su interlocutor, que no siempre es su votante, y hablarle con el respeto debido.
Es algo que ya está pasado de moda. El populismo, que es siempre uno, aunque baile de un lado a otro de la pista, ha impuesto su propio registro. La vía ha sido clara: infantilizar al ciudadano. A los niños se les educa, se les castiga, se les puede sentar en una silla a pensar en lo que han hecho. Los niños hacen ruido, rompen cosas, a veces se equivocan; por eso se les orilla, se les aconseja, se les deja claro quién manda aquí. Cuáles son las normas. Cuáles son las rutinas. Qué se cena, a qué hora deben dormir. Los niños son niños. Pero los ciudadanos son mucho más que una pandilla con mejillas peguntosas y en un alboroto constante. Los ciudadanos no necesitan ser educados, sino acompañados. Un país no es un kindergarten.
«No hay mayor esclavitud que dejar que otros piensen por nosotros, que una ciudadanía acobardada y servil con quienes mandan»
Pedro Sánchez ha copiado el manual de Podemos y ha asumido su dialéctica. El Estado es un padre bondadoso, el pueblo un puñado de hijos revoltosos. Todo por ellos, pero sin ellos, porque tienden a la dispersión y a la pereza. Todo por ellos, pese a ellos, que a veces votan lo equivocado.
No hay mayor esclavitud que dejar que otros piensen por nosotros, que una ciudadanía acobardada y servil con quienes mandan. El pueblo, ese pueblo esgrimido mil veces hasta por fuerzas con menos del 15% de apoyo en las urnas, es incómodo, es gozosamente contradictorio y no tienen por qué comprar la ideología en cómodos packs.
Una ovación a Milei suena exactamente igual que una ovación a Sánchez. Es la misma percusión carnal y entregada. Mientras uno se cree una estrella del rock y el otro el viril paladín de una dama, el mundo sigue con sus miserias cotidianas. Paquetes de Pringles en el vagón cafetería, aceite con precintos de seguridad en el supermercado, un alquiler en el que se va más de la mitad del sueldo y una ducha en la que no cabemos dos.