El secuestro perfecto
«La clase política vive comodísima en el secuestro. Ha utilizado todos los resortes legales para blindarse con sueldos, dietas, prebendas y transiciones estupendas de lo público a lo privado»
Occidente suele mirar con aires de superioridad a esos otros sistemas políticos que engloba bajo el término dictadura, aunque a veces, si quiere rebajar la carga dramática, recurra al de república bananera en la línea de la película filmada por Woody Allen en 1971.
El paquete de las democracias occidentales descansa en pilares de sobra conocidos: el sufragio universal, la división de poderes, un ordenamiento jurídico nutrido de derechos y deberes y la presencia en la sociedad de un cuarto elemento denominado periodismo y llamado a controlar (entre otros) a quienes mandan.
Qué hermosa suena la música de la teoría. Ciudadano, sepa usted que está más que protegido, que la Administración Pública queda a su servicio, que con su voto puede redistribuir las fuerzas que componen un parlamento y que siempre podrá confiar en el libre ejercicio del reporterismo para sacar sus propias conclusiones.
«El espíritu del proceso constituyente se ha evaporado; ningún partido, ni uno solo, recuerda siquiera la grandeza de esa imperfecta democracia transformada hoy en un fantasma»
En realidad, tal y como funciona hoy, la democracia es un timo. Lo explica el fenómeno del secuestro legítimo. Los políticos españoles, por citar el caso más próximo, sólo recuerdan al votante cuando toca votar. Entonces son capaces de cualquier cosa: cantar y bailar a lo Boris Yeltsin, hacerle carantoñas a un bebé de alquiler o llorar junto a un anciano desmemoriado. Luego se cierra el telón y prosigue el zumbido de la maquinaria, más preocupada por afianzar lo ganado en las urnas, hundir hasta el extremo al enemigo, insultar como quien respira y dividir a los ciudadanos a partir de esos simbolismos que tan bien funcionaron para el sapiens en su carrera hacia la hegemonía sobre otros homínidos.
El secuestro es legítimo porque bebe de una Constitución que abriga al ciudadano con dos cámaras que se contrarrestan, equipara a todos los territorios sin discriminar a ninguno, aplica el peso de la ley a cualquiera que la vulnere y establece cortafuegos para que ningún individuo, por presidente que sea, amenace ese entramado. Justo ahora, a la altura de este pequeño párrafo, el lector podría caer en la tentación de rascarse el cogote. En efecto, el Senado no contrarresta al Congreso ni pretende ser otra cosa que un cementerio de elefantes. España no deja de pagar al País Vasco para que siga siendo España. Ciertos individuos pueden vulnerar aspectos esenciales de la Carta Magna y obtener después el perdón a cambio de un frágil apoyo. Y el presidente, máximo representante de la aspiración al bien común de un país, gobierna para una bolsa de adeptos y amenaza a quienes no prueban su pastel.
Nadie duda de que los padres del proceso constituyente intentaron hilar fino. Aquella era una generación con hambre de libertad y, en general, amplitud de miras. Al rival se le daba la mano, el discurso no era hueco y sus alcaldes, señorías, secretarios de Estado, ministros y vicepresidentes estaban unidos por la ambición de equiparar a España con lo más granado de Europa. Ese espíritu se ha evaporado; ningún partido, ni uno solo, recuerda siquiera la grandeza de esa imperfecta democracia transformada hoy en un fantasma. La clase política vive comodísima en el secuestro. Ha utilizado todos los resortes legales para blindarse con sueldos, dietas, prebendas y transiciones estupendas de lo público a lo privado, ha convertido al votante en un autómata binario (contigo o contra ti), ha impedido cualquier conato de reforma y no está ni estará dispuesta a emprenderlas si significan perder privilegios o poder.
Sería muy fácil, facilísimo, bosquejar las esencias del cambio. Podrían limitarse los mandatos para todo cargo público. Podría exigirse que, quien quiera dedicarse a la política, acredite una trayectoria profesional previa (sea como carpintero o como programador). Podría establecerse un sistema de puntos similar al del carnet de conducir. Si un concejal, congresista, senador o parlamentario regional es condenado por corrupción, el partido en cuestión perderá un escaño que irá a parar al grupo mixto. Podrían crearse pequeñas ventanas de democracia directa, sobre todo a nivel local, pero, por qué no, también a escala nacional. Y podría remozarse la Constitución para que ningún territorio desequilibre el normal funcionamiento de un Estado, permitiendo incluso que ese territorio pueda marcharse y buscarse la vida en solitario, sin Bruselas, quizás como paraíso fiscal.
El inmenso problema es que esta catarsis debe activarse desde dentro. Desde fuera parece francamente imposible.