Sobre la amnistía
«El riesgo de la amnistía es que se confunda con la legitimación moral de un bando en detrimento del otro; o con la liquidación de la legalidad vigente por unos votos»
El 21 de enero de 1977, el periódico El País publicaba una tribuna del polémico jurista alemán Carl Schmitt. Ideólogo antidemócrata, miembro del partido nazi –del cual terminó apartado–, Schmitt pasa por ser una de las grandes cabezas jurídicas de Europa. De Giorgio Agamben a Leo Strauss, de Hannah Arendt a Walter Benjamin –por citar autores y perspectivas muy diferentes–, las disquisiciones teóricas de Schmitt sobre la naturaleza del poder y de lo político han fecundado –a favor o en contra– el pensamiento del siglo XX.
Una particular relevancia adquirió el debate que mantuvo con Hans Kelsen sobre el decisionismo y la formalidad normativa, que es a su vez una discusión sobre los valores y fórmulas del mundo antiguo frente a los de un mundo nuevo. Muy cercano a España (en alguna ocasión afirmó que «los enemigos de España son mis enemigos») y al franquismo, su influencia alcanzó tanto a la derecha –Manuel Fraga, por ejemplo– como a la izquierda –Enrique Tierno Galván, entre otros–. Eran tiempos distintos, desde luego.
Desde las páginas de El País, aquel lejano día de 1977, Schmitt se preguntaba en plena Transición por la necesidad de una amnistía. El artículo es interesante y merece una relectura. «No estaría de más –escribía entonces– recordar el carácter esencial de la amnistía: la amnistía es una de las formas primordiales de la Historia del Derecho. No olvidemos que se trata aquí de algo imprescindible, que es, al mismo tiempo, algo increíblemente difícil. Una amnistía en el sentido verdadero y auténtico de la palabra significa nada menos que la terminación de la guerra civil». Y proseguía un poco más abajo: «Forma parte de la guerra civil que cada bando trate al otro como criminal, asesino y saboteador. En la guerra civil, el vencedor de turno está sentado encima de su derecho como encima de un botín. Se venga en nombre del derecho. ¿Cómo es posible romper el círculo vicioso de este mortífero tener razón? ¿Cómo puede terminar la guerra civil?».
La respuesta que da Schmitt es la amnistía que, en su genealogía histórica (trazada desde Tucídides y la guerra del Peloponeso hasta la «justicia real» implantada después de la revolución de Cromwell), equivale al olvido. «Amnistía –puntualiza– significa olvidar y una prohibición de revolver el pasado a fin de encontrar allí motivos para otros actos de venganza y reclamaciones de indemnización después de haber castigado a los culpables». Y concluye taxativamente: «Después de falsificar tantas palabras, ideas e instituciones, debíamos por lo menos tener cuidado de no envenenar la palabra clave de la paz. La amnistía es un acto mutuo de olvidar. No es un indulto ni una limosna. Quien acepta la amnistía también tiene que darla, y quien concede amnistía tiene que saber que también la recibe». Se diría, entonces, que la esencia del olvido es el perdón. Y el perdón constituye el gesto y la fuerza que convierte la Historia en esperanza y no en condena.
«¿Cabe una amnistía sin paz compartida y sin perdón mutuo?»
Es interesante contemplar cómo se leía hace medio siglo la amnistía que se aplicó durante nuestra Transición –también con la perspectiva de un siglo de guerra en Europa– y cómo se lee ahora. ¿Cuáles son sus requerimientos y exigencias? ¿Existe algo así como el arte del buen olvido en la memoria democrática? ¿Cabe una amnistía sin paz compartida y sin perdón mutuo? ¿Cuál ha sido la experiencia española de la amnistía? ¿Qué queda en nuestra actual cultura política de aquellos años que la hicieron posible? ¿Y cuáles son los paralelismos con la actual amnistía? Escuchando a unos y a otros, estos serían más bien escasos.
Porque el riesgo de la amnistía reside en que se la confunda con la legitimación moral de un bando en detrimento del otro; o, lo que es lo mismo, con la liquidación de la legalidad vigente a cambio de un puñado de votos. En este sentido, la ley aprobada en el Congreso el pasado jueves se ha convertido en un nuevo elemento de división para la sociedad española. Y esta honda ruptura, ciertamente, no mueve al optimismo.