La España que no lee
«Casi el 40% del país no lee nada. El 60% restante incluye tanto a los que leen por ocio como a los que leen porque necesitan el manual de instalación de la caldera»
Llega la Feria al Retiro. El caminito de marras, baldosas amarillas solariegas en la tierra que un día fue de zoológicos, fieras y alimañas, hace revolotear al lector por casetas y librerías. Hay algo de agonía en las caras de quienes resisten la solana entre páginas y firmas. Acólitos de la lectura muchos de ellos, resisten el paso entre la multitud como peregrinos en Portomarín. Esa España que ya no es que lea, es que necesita leer. Adictos al párrafo, a la edición y al hábito.
Ahora bien, hay otra España dentro de la Feria. Una España que acude para agasajar al youtuber, al torero, al periodista del corazón o a la tonadillera de turno. A comprar, en resumen, libros que durarán intactos encima de la mesilla lo que tarden en desaparecer para siempre. Colas interminables para groupies interminables. Hay algo encantador también este segundo grupo. Es como si se concentrasen admiraciones, egos, sociologías y cultura de masas en torno a la figura tan simple, legendaria y elemental del libro.
Pero sobre todo hay otra España fuera de ferias, casetas, librerías y tal. Es la España que no lee. Según el último barómetro, casi el 40% del país no lee nada. El 60% restante incluye tanto a los que leen, digamos, por ocio, como a los que leen porque necesitan el manual de instalación de la caldera o el resumen de los cuartos de final de la Champions. Es decir, que lectores por gusto, esos que peregrinan, sudan y sufren en el Retiro, en las Ramblas o donde sea, duda el arriba firmante que lleguen a un 20%.
Si a eso sumamos el hecho de que las nuevas generaciones meten en la coctelera que pelea por el espacio de ocio toda clase de pantallitas, no es descabellado pensar que por cada ser con hábito lector que fallezca nace uno que no lo desarrollará jamás. Dicho sin palabras esdrújulas: la España que no lee crece cada día.
«Las ferias se nutren más del cariño de un viejo recuerdo que de un gusto real por la lectura»
Es por esto por lo que las Ferias, los Sant Jordis y en general todos los eventos relativamente multitudinarios en torno al libro tienen un simbolismo y una importancia especiales. Realmente beben más de la tradición que de la rutina, se nutren más del cariño de un viejo recuerdo, de una determinada compañía o de una maravillosa costumbre anual que de un gusto real por la lectura. Pero a la vez mantiene vivo al autor, al editor, al librero, a los distribuidores, a las imprentas y, en general, a todos los actores que consiguen que un nuevo ejemplar aparezca en el escaparate cada semana.
A veces, le da por pensar a uno que la Feria en particular y ese objeto llamado libro en general tienen algo de impostado, algo de hipócrita que viene de antiguo, que se agarra a la tradición cultural, a la sabiduría que antes -hoy no- se ceñía a lo escrito entre páginas. Como si no gustase el libro, sino el postureo asociado a él. Luego pienso en ese niño que pasea entre ejemplares acompañado de sus padres, y que probablemente a partir de ese recuerdo sea capaz de tejer una red que haga que, cuando mañana el niño sea padre, la escena se perpetúe… y entonces se me pasa.