'Je me souviens'
«Recuerdo que Françoise Hardy fue la chica parisina de piernas inacabables que todos quisimos tener de novia. Y todos abarca tres generaciones de nosotros»
Me acuerdo de 1968. Yo tenía 12 años y en mayo pareció que un hombre inmortal, el general De Gaulle, estaba en el lecho de muerte política, mientras le atendía Georges Pompidou y París ardía por los cuatro costados. En agosto me marché al Pirineo, junto a la frontera francesa, y la noche del embarque en el puerto nos dijeron que los rusos habían entrado en Praga. Si lo de París acabó entrando en la categoría de espectáculo generacional, lo de Praga era pura tragedia. Hacía poco que habían venido a vivir a Mallorca mis primos de Barcelona y Merce, la mayor, se trajo un pick-up. El primer disco que nos hizo escuchar fue Tous les garçons et les filles de mon âge, de Françoise Hardy.
El primer disco que bailé, torpemente aún, fue Tous les garçons… y lo bailé con ella. Me acuerdo de que mi prima vestía falda escocesa y tocaba la guitarra. La primera canción que le oí interpretar –dos de sus hermanos y yo sentados en el suelo a su alrededor– fue Tous les garçons et les filles de mon âge. Yo no tenía su edad, pero sí supe que aquella canción, tan dulce y pausada, era un himno sentimental y que la voz de Françoise Hardy ya no me iba a abandonar nunca.
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Recuerdo la tarde que entré en la librería La Hune –hoy desaparecida– y sobre una mesa de novedades estaba el rostro de Françoise Hardy cuya mirada parecía clavada en nosotros, pero si te fijabas, una leve inclinación hacia la izquierda impedía que mirara a nadie. Era la cubierta de su libro Le désespoir des singes… et autres bagatelles y pensé que en la expresión «…y otras bagatelas» se encerraba el distanciamiento humorístico necesario para escribir sobre la propia vida. Fue hace 15 años y salí de La Hune con el libro bajo el brazo y la sensación de haber recuperado una clave de mi educación sentimental, nada que ver con la de Flaubert, no vayamos a exagerar.
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Recuerdo que el cantante Nick Drake –tímido hasta la psicopatía– se enamoró de Françoise Hardy escuchando sus canciones. Le escribió algunas cartas y ella le respondió. Cuando decidió emprender el sacrificio del viaje a París –Nick Drake apenas salía de la casa de sus padres–, lo hizo con el mejor carburante, que es el enamoramiento. Pero luego no supo qué decirle a Françoise Hardy. O sí, sabía qué quería decirle, pero no sabía cómo: las palabras desaparecieron de su mente y él desapareció de París y regresó a casa de sus padres y al cabo de poco desapareció para siempre y lo suyo no fue pose literaria sino verdad.
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Me acuerdo de que en las fiestas de los 15 años, al apagarse las luces, sonaba la canción Love me, please love me, de Michel Polnareff y después el LP de Françoise Hardy titulado Soleil. Era su edición española –la carátula era el rostro de la cantante, iluminado por la luz solar de un atardecer y nada más– y un disco que tras mi primera ruptura sentimental escuché, una y otra y otra vez, para hartazgo de mi hermano Javier –compartíamos habitación– y preocupación de mi madre que consideraba la entrega a la melancolía una forma peligrosa de enfermedad: la bilis negra, supongo. Cénit y nadir, las canciones de Soleil fueron la BSO de la dicha y la BSO de la pena. Con los años encontré su edición francesa y diferentes versiones en internet, pero nunca aquélla que tenía alguna canción esencial que no he vuelto a escuchar en otro sitio y que diría una versión de Cohen, si no supiera que no puede ser y además es imposible.
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«Fue inteligente por sí misma y culta, no un producto de factoría. Y era alguien que ‘supo ver’»
Me acuerdo de una fotografía de Françoise Hardy y aquí miento porque no me acuerdo, sino que desde hace décadas está junto a otras –Isaiah Berlin, Ajmátova, el monasterio de Santa Catalina en Egipto, Jünger, Le-Tan…– en un atril de mi estudio que cito en mi novela Reyes de Alejandría y evoqué en varios artículos cuando le dieron el Nobel a Modiano. En ella –Boulevard Saint-Germain– se la ve paseando del brazo con el escritor que décadas después sería Nobel de literatura. Ambos son jóvenes, altos y guapos. Ambos tienen la vida por delante y detrás el peso suficiente para que en ese paseo veamos bastante más que un gesto de moda. La belleza está ahí, repito, pero también la anatomía de la melancolía, por decirlo en la expresión de Burton. Los padres entre la ausencia y su intermitencia en el caso de Modiano y la soledad de la madre en el caso de Hardy están también ahí, en ese brazo en el que se apoyan uno al otro. Como está en las canciones de ella y en las novelas de él.
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Recuerdo que Françoise Hardy fue la chica parisina de piernas inacabables que todos quisimos tener de novia. Todos incluye desde cualquiera de nosotros – y ese «nosotros» abarca tres generaciones, como mínimo– a Bob Dylan o Mick Jagger, a los que mantuvo en su sitio y a raya. Ella no sólo era eso. Ella no sólo cantaba. Y no fue una ye- yé al uso. Habría bastado, pero supo escoger a sus amigos y tratar con personas que no se trataban con cualquiera: de Gabriel Jardin –autor de una breve biografía de Paul Morand– y Emmmanuel Berl a Dominique Aury, cuando supo que ella era Pauline Réage, autora de Histoire d’O, una novela que le fascinó y siempre asoció al eros femenino, en contra del feminismo al uso.
Fue inteligente por sí misma y culta, no un producto de factoría. Y era alguien que «supo ver». Lo he contado en otras ocasiones y aparece en sus Memorias: conoció a Modiano el mismo día que a Michel Ducroq. Ambos eran, repito, muy jóvenes, uno moreno, el otro rubio, «guapísimos los dos» y «altísimos», dijo, y recuérdenla, que nunca estuvo por unos centímetros de más. Ella vio cómo Ducroq iba a hundirse y Modiano «que tenía tantas razones para destruirse» como el otro, publicaba su primera novela, tenía fortuna y acababa Nobel. Siempre he creído que una parte de ese Nobel –por pequeña o no, que sea– también fue suya. Como ocurre con nuestros diminutos éxitos y los amigos que siempre han estado cerca de nosotros.
A veces, cuando miro en la 2 el programa Las recetas de Julie, me acuerdo de ella.