El infantilismo, fase superior del populismo
«La clave del infantilismo que amenaza lo logrado hasta aquí a lo largo de siglos es la apoteosis del maniqueísmo, la polarización, los muros levantados»
No se trata de la maravillosa mentalidad infantil que todos hemos vivido en los años como tales, sino de una inquietante desviación en los jóvenes y adultos de estos años primeros del siglo XXI. Hace unas horas se ha clausurado la Feria del Libro de Madrid, y uno recuerda la de 1975 cuando trabajé en la Editorial Fundamentos y vendimos miles de ejemplares de ¿Qué hacer? (1902), Materialismo y empiriocriticismo (1908) y El imperialismo, fase superior del capitalismo (1916) de Vladimir Illich Uliánov, Lenin (1870-1924), que de haber podido firmar los libros se habría convertido en uno de los éxitos de la Feria. Pero no estuvo, por razones obvias, seguro que las colas para que firmara ejemplares se habrían multiplicado. En el stand fue un best-seller para la época y para las circunstancias, le quedaban unos meses a la Dictadura. Y de ese recuerdo viene lo de la fase superior. En este caso, bien distinto, pero de efectos curiosos o peculiares, el infantilismo, fase superior del populismo.
Si entendemos, y por qué no, el populismo como esa ocurrencia, de devastadoras consecuencias políticas y sociales, que presenta soluciones fáciles para problemas complejos, no hay que ser Pitágoras, para entender que un escalón más arriba está el infantilismo que asola muy diversas capas de la sociedad: política, sin duda, no hay más que escuchar o leer declaraciones y propuestas; estética, la fútil banalización de buena parte –no toda, menos mal- de la creación; educativa, con el regreso de buenos y malos; moral, los de un lado y los de otro, sin espacios intermedios; mediática, la división en categorías como si de una competición deportiva se tratara y lo que se cuece en ese contenedor que son las redes sociales.
«El lenguaje es transparente, no caben los engaños, ni los circunloquios, en él nos retratamos todos, generalmente, incluso, sin querer, o no pretendiéndolo»
La clave del infantilismo que amenaza lo logrado hasta aquí a lo largo de siglos es la apoteosis del maniqueísmo, la polarización, los muros –como niños- levantados; el simplismo en la presentación de la complejidad social, que no simplicidad; la democracia plebiscitaria frente a la democracia sin adjetivos; la prevalencia –otro elemento esencial en el infantilismo- de lo emocional por encima de lo racional y, como majestuoso colofón el comportamiento de quienes deberían mostrar ejemplaridad y, sin embargo manifiestan una actitud inestable (se cambia a cada paso), fantasiosa (ignorar la realidad), impulsiva y, sobre todo, egocéntrica; es decir, considerarse el centro del mundo y no una parte de él.
Para los diccionarios, siempre tan pacatos, el infantilismo muestra la inmadurez, dicen, de la conducta, las reacciones pueriles y la terquedad en aceptar lo que se tiene enfrente. Algo inherente al comportamiento infantil es que cuando el sujeto se ve interpelado en alguna acción equivocada, o moderadamente equívoca, la respuesta suele ser el «Y tú más», porque para el comportamiento infantilizado los malos son los otros, sin fisuras, ni dudas. Una simplificación paranoide, que si en los niños está justificada por su lógica inmadurez en los adultos es patética, cuando, si no tuviera consecuencias graves, profundamente risible, o castizamente cachondeable. Pero así están las cosas o, al menos, algunas cosas y cosos.
Así, el proceso de infantilización está en marcha. Se venía venir, se comienza con el populismo y se eleva automáticamente. O estás conmigo o, como afirmó el dirigente sindicalista argentino Herminio Iglesias en genial expresión, sinmigo. He ahí la cuestión. Ser niño es algo maravilloso, ya describía el enorme poeta y escritor que fue Leopoldo María Panero, en un documental que marcó la Transición española, en su vertiente cultural, El desencanto (1976, Jaime Chávarri) que «en la infancia se vive y después se sobrevive». Así, es, pero en la infancia. Prolongar a Peter Pan cuando se aplica a la vida política, cultural es un sendero inquietante, porque manifestar comportamientos infantiles a ciertas edades es patético, por ser suaves.
Las cosas tienen su naturaleza y la edad también. Es de una soberana irresponsabilidad ser conscientes de ello y aplicarlo como modelo social, político y mediático. Otra de las claves, compruebe el lector y se divertirá de lo lindo, es fijarse en el lenguaje empleado en esta fase del populismo. Porque el lenguaje es lo que define a cada quien, ya señaló Wittgenstein que «un libro es un espejo, si se mira un mono no se refleja un sabio». El lenguaje es ese espejo. Uno es lo que dice, lo que manifiesta, cómo lo dice, qué tipo de palabras utiliza, cómo ensambla las frases, de qué competencia de habla dispone. El lenguaje es transparente, no caben los engaños, ni los circunloquios, en él nos retratamos todos, generalmente, incluso, sin querer, o no pretendiéndolo. Es implacable. Por ello, ¿de qué sirve todo lo que hemos leído, visto, vivido, si no recordamos, como el capitán Miller (Tom Hanks), le pide al joven Ryan, «haga honor a todo esto»? Hacer honor a todo esto, lo leído, lo vivido, lo visto hoy es la denuncia de ese factor desestabilizador que significa colocar al infantilismo como la fase superior e irreversible del populismo.