Luces y sombras del acuerdo para renovar el CGPJ
«El pacto de renovación alcanzado aplaza la despolitización, pero también la detonación de la bomba institucional que tenía preparada el sanchismo»
Desde que llegó a La Moncloa, Pedro Sánchez ha actuado como un terrorista institucional dispuesto a detonar la bomba que destruirá la separación de poderes. Al nombramiento de su ministra Dolores Delgado como fiscal general del Estado le siguieron los indultos a los presos independentistas, la derogación de la sedición, la rebaja de la malversación, la colonización del Tribunal Constitucional, la amnistía a sus socios procesistas y, tras la imputación de su mujer y de su hermano, las acusaciones de lawfare a la justicia y el ultimátum al PP para renovar el Consejo General del Poder Judicial, todo en medio de soflamas antidemocráticas que reivindicaban la legitimidad del Congreso como representante de la soberanía popular, para intervenir la justicia. Un panorama nada alentador y halagüeño.
Todo hacía presagiar que Pedro estaba dispuesto a presionar el botón y a dinamitar al único poder del Estado que se resiste a sus envites totalitarios, acometiendo una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que, apelando a la voluntad popular y a la necesidad de ‘democratizar’ la justicia, rebajaría las mayorías necesarias tanto para el nombramiento de los vocales como para el de los magistrados del Supremo, presidentes de Tribunales y Audiencias, etc., por estos.
Se dice que en la Unión Europea advirtieron a Bolaños que tales pretensiones no tienen cabida en el ordenamiento jurídico comunitario, pero también que este gobierno no estaba dispuesto a aceptar transitar del actual sistema de pasteleo bipartidista a uno despolitizado, en el que los doce jueces vocales —de un total de veinte— fuesen elegidos por sus pares. No son pocas las ocasiones en las que el PSOE ha manifestado abiertamente su oposición a la total despolitización del actual órgano de gobierno de los jueces, argumentando que ello le restaría ‘legitimidad democrática’ (algo que, me consta, comparten no pocos miembros destacados del PP).
El acuerdo de renovación alcanzado aplaza la despolitización, pero también la detonación de la bomba institucional que tenía preparada el sanchismo. El mismo pasteleo agridulce al que el bipartidismo nos tenía acostumbrados, pero con alguna otra guinda en forma de concesión que los populares han arrancado a los socialistas para poder vender ante su reticente electorado que la independencia judicial no está en peligro: diez vocales para cada grupo —en lugar del tradicional 11/9—, el establecimiento de una mayoría reforzada para los nombramientos discrecionales incluido el del presidente del Tribunal Supremo, o la exclusión de vocales nacionalistas o de la izquierda radical se encuentran entre los principales puntos fuertes.
Estos son los salvavidas con los que el PP pretende mantenerse a flote ante un sustrato electoral que demandaba la despolitización tantas veces prometida, a sabiendas de que naufragará si se incumple la parte del acuerdo más importante: el compromiso de aprobar una proposición de ley de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial —y también del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal— que endurezca los requisitos para acceder a las altas instancias judiciales, acabar con las puertas giratorias con la política y, lo que es más significativo, cambiar el sistema de nombramiento de los doce vocales jueces.
«Lo que muchos ciudadanos demandábamos era, primero, despolitización para que, una vez despolitizado, el nuevo Consejo realizase los nombramientos»
Este último punto es el que ofrece una redacción más endeble, porque confiere al CGPJ un plazo de seis meses para realizar un estudio sobre los sistemas europeos para la elección de vocales en órganos análogos y una propuesta de reforma que tendrá que ser aprobada por tres quintos de los vocales y remitida al Gobierno, al Congreso y al Senado para ser sometida a la consideración de las Cortes para su debate y, en su caso, tramitación y aprobación. Y garantía de esto último no tenemos ninguna, lamentablemente, pues los cambios de opinión del presidente Sánchez son tristemente célebres.
Lo que muchos ciudadanos demandábamos era, primero, despolitización para que, una vez despolitizado, el nuevo Consejo realizase los nombramientos. Pero lo que hemos recibido es el clásico reparto bipartidista con alguna mejora reseñable y la promesa de una despolitización futura. Los dos protagonistas del acuerdo y sus respectivas terminales mediáticas lo venden como un gran éxito, pero el regusto que a algunos nos ha dejado es agridulce. Y no sólo porque si no se aprueba la propuesta de reforma nada habrá cambiado en lo sustancial, sino porque somos conscientes de que el sanchismo puede tener escondido un as en la manga para humillar al Partido Popular (recuerden que hace dos años, mientras el PSOE negociaba, por un lado, la renovación del CGPJ con el PP, por el otro apalabraba la derogación de la sedición con el independentismo).
En cualquier caso, no hemos de olvidar que, para Pedro, el control de la Sala Segunda del Supremo ya no constituye una preocupación de primer orden, pues esta semana ha culminado el proceso de transformación del Tribunal Constitucional en una última instancia casacional sanchista que, de forma ilegítima y bajo la batuta de Pumpido, se ha arrogado la potestad de interpretar los tipos penales y corregir las sentencias del Tribunal Supremo para absolver la corrupción de los altos cargos socialistas —y sus socios— cuando sea menester.
Se trata de una aberración democrática de primer orden, ya que el Tribunal Constitucional no es un órgano judicial, sino político, que no forma parte del poder judicial y que ni tan siquiera está conformado en su totalidad por jueces y magistrados. Tras su asalto y colonización por parte de Sánchez, ya no sólo expulsa del ordenamiento aquellas leyes que reputa inconstitucionales o ampara a los particulares cuyos derechos considera vulnerados, sino que revoca total o parcialmente condenas de la Sala Segunda. Las descalificaciones que la mayoría progresista del Constitucional han prodigado al Tribunal presidido por Marchena en una de las sentencias del caso de los ERE deberían avergonzar de por vida a los siete magistrados que las rubrican, cuyos nombres pasarán a los anales del desprestigio de un órgano cuya reforma radical es imperiosa.