De liberales y motosierras
«Fue, a mi juicio, un error de la presidenta de la Comunidad de Madrid, quien contradice con su gobierno las tesis radicales del argentino contra toda intervención estatal»
Loris Zanatta puso palabras exactas a una inquietud que arrastro hace tiempo. «El liberalismo no es una receta», dijo en tono de advertencia y crítica en la XVII edición del Foro Atlántico en Casa de América en Madrid, la semana pasada, sobre la democracia y la libertad en Iberoamérica. Lo mismo pensaba también Octavio Paz, recordó en la misma sesión Mauricio Rojas: «Más que una doctrina, el liberalismo es una disposición anímica». Es decir, una forma de aproximación a los problemas y no un dogma. Por eso, me preocupa cómo el discurso populista está contaminando el discurso liberal, llevándolo por la senda del maniqueísmo y la desmesura.
Esta inquietud, que tiene que ver con el desgaste de la palabra «libertad» y con la facilona contraposición de la cultura woke (bodas entre fanatismo de la identidad y el victimismo), se cristalizó en mi mente en la reunión de la semana pasada entre Javier Milei e Isabel Díaz Ayuso. Fue muy decepcionante y, a mi juicio, un error de la presidenta de la Comunidad de Madrid, quien contradice con su gobierno las tesis radicales del argentino contra toda intervención estatal. La defensa de los emprendedores la hace Ayuso desde una impecable gestión de lo público. Comprendo que la guerra contra Sánchez, que ha demolido cualquier dique de dignidad en la arena política, es dura, pero desde el liberalismo, no todo vale. Si el gesto de la presidenta con Milei no es oportunismo sino convicción, las coordenadas de Sol no están tan claras.
«Lo desmoralizante es que el liberalismo –explícito– suele tener mala suerte electoral y escasos representantes»
Entiendo la endiablada decisión que tomaron los argentinos en la segunda vuelta electoral eligiendo a Milei sobre Sergio Massa. Era imposible votar al responsable de las finanzas de Alberto Fernández. No sólo era votar a favor del asistencialismo peronista que ha empobrecido a Argentina, sino por el ministro responsable de la inflación en peligrosa deriva hacia la hiperinflación. Era imposible votar por alguien que mandó imprimir el equivalente del 4% del PIB para repartir en subsidios a modo en tiempos electorales. Pero Milei no es un liberal –ni siquiera un libertario–, aunque se proclame así mismo como tal. Ni un liberal ni un libertario llaman «zurdos de mierda» a la mitad de la población de su país. Su previsible fracaso, como el de su hermano siamés Carlos Saúl Menem, corre el riesgo de condenar a las ideas liberales por una generación.
El liberalismo tiene una doble esencia. Por un lado, es la argamasa invisible de las democracias. Y cubre todo el espectro político de izquierda a derecha, de los socialistas a los conservadores. Su idea central es que nadie tiene el monopolio de la representación popular. Son parte de la sociedad (partidos) y no el todo. Por lo tanto, reconoce la legitimidad del gobierno de los otros si no lo favorecen los resultados en las urnas. A cambio, han de gobernar respetando las reglas del juego, los contrapoderes y los derechos de todas las minorías derrotadas. Incluso las ideologías antiliberales por antonomasia (fascismo, comunismo, integrismo religioso, nacionalismo) tienen cabida en el sistema. Baste con que acepten tácitamente esta regla mínima (imposible que lo hagan explícitamente sin desintegrarse en su propia demagogia). Por eso es redundante el adjetivo liberal para democracia.
Lo desmoralizante es que el liberalismo –explícito– suele tener mala suerte electoral y escasos representantes. Como doctrina proclama pocas cosas: por graves que sean los problemas, es mejor la reforma que la revolución; el fin no justifica los medios; la propiedad privada debe ser respetada y alentada; el Estado debe ser laico pero tolerante en materia religiosa; la libertad individual no puede sacrificarse en aras de un supuesto beneficio colectivo (¿quién lo decide?) y tampoco es absoluta (termina donde empieza la libertad de los otros). A nadie entusiasma defender valores en la arena electoral. Todos asumen como dadas e irrenunciables estas libertades y que se puede coquetear sin riesgo con las pulsiones de la tribu y su melancolía. Craso error.
Con todo, la verdadera discusión dentro del liberalismo se da en torno a la economía. Todos los liberales creen en el libre mercado, en la competencia y en la empresa privada como motor de la actividad económica. Pero hay muchos matices. La escuela austriaca de Mises y Hayek proclama que el mercado no necesita regulación y que lo privado es mejor por definición que lo público. El enemigo es la burocracia, los límites y los impuestos. Una aplicación extrema de estas ideas aleja del liberalismo y lleva al neoliberalismo, que no deja de ser una utopía por definición irrealizable. Un mundo libre de regulaciones convierte Doñana en un invernadero y acaba con la lista de espera para ser transplantado, subastándolos al mejor postor.
Aplicado a España, el dilema no puede ser «socialismo o libertad». El dilema es cómo se derrota en buena lid a Sánchez sin caer en el juego de la fachosfera y del fango, cómo se derrota a un líder felón cuyo único motor es su permanencia en el poder a cualquier costo sin caer en su demagogia y sin insultar a los millones de votantes socialistas. Me niego a que la motosierra sea el camino, pero, si lo es, no se llamen liberales.